viernes, 29 de mayo de 2009

VARGUITAS, TODO UN DARTH VADER


El mal menor
por Raul Wiener

Vargas Llosa levantó, en 1990, la promesa de llevar a García a la cárcel si los votos del país lo colocaban en Palacio. Ya se sabe que García usó el poder que tienen los presidentes en ejercicio, y Varguitas se quedó con los crespos hechos y nunca llegó a ponerse la banda presidencial y quien lo hizo en su reemplazo fue Fujimori.
Por ese motivo, el escritor vivió por lo menos una década atravesado por el odio a dos grandes enemigos. Y el 2001 no dudó que Toledo era su indudable candidato frente al mal mayor, Alan García. Pero la historia tiende emboscadas y, en la segunda vuelta del 2006, don Mario se encontró en la disyuntiva: o el mismo García al que quería encarcelar por corrupto e irresponsable, o un Humala que representaba grosso modo la nueva corriente de izquierda en América Latina y de alguna manera los lazos con el chavismo, y que, en cualquier escenario, encarnaría el “mal mayor”.
Hasta la primera vuelta esta situación de espanto era descrita como una decisión entre el cáncer y el Sida. Pero el día mismo de la votación que descartó a Lourdes Flores, ya estaba resuelto que no había un gramo de duda en el voto por García. Toda la derecha unida habló de mal menor, de narices tapadas, y Aldo M matizó la sensación de suicidio con la fórmula “no se trata de un cáncer sino de una diabetes”, con la que se puede vivir. Y así surgió, del peor escenario para todos nosotros, recuerdan ahora Aldo M y su gente, el mejor gobierno que podíamos haber esperado para nuestros intereses. Tanto que Alditus se mudó a Palacio para sus tertulias nocturnas y el escribidor hizo las paces públicas con su ex enemigo y no lo criticó tampoco cuando se jactó de su poder de manipular elecciones. Y como compensación recibió la presidencia de la Comisión para un Museo de la Memoria. Ahora Vargas Llosa ha sido encarado por una nueva hipótesis indeseable: ¿Y si la segunda vuelta es entre Keiko y Ollanta? Noooo… ha contestado Mario, no puede ser, los peruanos no pueden darnos el disgusto de tener que votar entre el cáncer terminal y el Sida, entre la “peor corrupción de nuestra historia” y el chavismo.
Y Aldo M, que algo por fin aprendió, ha puesto el parche antes del chupo. Si bien Castañeda, Lourdes y Toledo, son un “mal menor” frente a la gordita y el comandante; que funcionen va a depender que sepan vender obras, apropiarse del centro y aprendan “algo de demagogia” (prometer lo que no se va a dar como Alan García, en vez de hablar de Popper en una plaza puneña, como hizo Vargas Llosa). Pero, si no pueden, las fichas cambian de sitio y entonces Keiko será el mal menor ante el nacionalista radical que no controlamos. Fácil.
Es la traducción política de la doctrina “seré liberal pero no cojudo” (ahora que gaste el Estado para salvar a los privados) y convertida en “seré de la derecha ilustrada pero no cojuda”, y si hay que volver a irnos con la familia Fujimori no dudaremos un minuto.
El tema es cuánto demorará Varguitas para abrazarse con su segundo enemigo y declarar a la prensa que lo que dijo antes son esas pasiones que se vierten en las elecciones.

Vargas Llosa en Caracas
por César Hildebrandt

Escuchar a Mario Vargas Llosa decir simplezas solemnes como las que acaba de decir en Caracas es como volver a los tiempos de la guerra fría.
Según Vargas Llosa el mundo se divide, pobremente, entre los que piensan como él (o sea los buenos) y los que piensan distinto (o sea los peligrosos).
Ahora bien, hay varios tipos de peligrosos. Están los peligrosos arqueológicos, que son los comunistas, y los peligrosos inofensivos, que son los socialdemócratas.
Sin embargo, para el pensamiento catatónico de don Mario hay un tercer tipo de peligrosos y estos son los peligrosos-peligrosos.
Los peligrosos-peligrosos son los que no han pasado por el comunismo ni han militado en la socialdemocracia y ni siquiera han querido participar de la política (candidateando a una presidencia, por ejemplo). Pero esos peligrosos-peligrosos son los que piensan por su cuenta, los que el sistema no engríe sino hostiliza, los que las corporaciones no financian sino tratan de enlodar. Son, en suma, los intelectuales, esa categoría a la que perteneció, brillantemente, Mario Vargas Llosa.
Porque Mario fue el entusiasta castrista de los años 60, el autor de aquel discurso inolvidable leído al recibir el premio Rómulo Gallegos, el gran novelista que nos restregó la imagen del joven Javier Heraud muriendo en la selva.
Y no fue intelectual porque fuera de izquierda. Lo fue porque pensaba libremente y era soberano de su percepción.
Y como era un intelectual comprometido con la verdad y no con los dogmas, Vargas Llosa se fue distanciando de la revolución cubana a medida que la revolución cubana se fue haciendo hangar soviético y sucursal estalinista.
Fue más intelectual que nunca cuando, en 1968, se apartó para siempre de cualquier incondicionalidad censurando la salvaje invasión del llamado Pacto de Varsovia a tierras checoslovacas. Como se sabe, la URSS ejecutó ese zarpazo para impedir que Alexander Dubcek “suavizara” la dictadura checa y diera con ello el mal ejemplo que podía prender.
Quien escribe tenía 20 años cuando los tanques rusos entraron a Checoslovaquia. Todavía recuerdo la furia de los muchachos y muchachas que se enfrentaron, en las imágenes en blanco y negro de la época, a los blindados que tenían como misión aplastar “la primavera de Praga”. Recuerdo esa furia checa y eslovaca y recuerdo la mía, limpia como un relámpago: ¿Para esto se hacían las revoluciones? ¿Para aplastarlas con la soldadesca?
Mario siguió dando ejemplo de autonomía cuando, en 1971, rompió abiertamente con lo que quedaba de aquella original revolución barbuda liderada por Fidel.
Yo trabajaba en “Caretas” y recuerdo haberlo entrevistado por teléfono (de Lima a París) sobre el caso del poeta Heberto Padilla, obligado por Castro y sus secuaces a demolerse en público y a vomitar una confesión que parecía salida de los juicios de Moscú de los años 30.
Pero pasaron los años y Mario dejó de ser el hombre libre que vagaba por el mundo a su entender, el escritor que decía verdades de a puño, el intelectual distanciado del dinero y de los proveedores del poder.
Romper con el comunismo había sido una exigencia de la libertad. Transar con el establecimiento fue una interpretación de estirpe mexicana de la tarea del intelectual (aunque Octavio Paz, por ejemplo, se contaminó bastante menos con la telaraña del PRI).
Curiosamente, cuando Mario se amistó con el orden establecido por las corporaciones y perdió ese malestar que lo hacía escribir deicidamente para sustituir el mundo, fue, al mismo tiempo, cuando de su inmenso talento empezaron a salir los divertimentos editoriales y las performances que tanto alegraron a su nuevo y creciente público. Las risas producidas por “Pantaleón y las visitadoras” empezaron a cundir entre los que cortaban el jamón.
Su último gran libro genial (y brotado del desasosiego) fue “Conversación en la catedral”. A partir de allí, un Mario integrado al sistema global del poder decidió que pelear en contra de esa energía oscura no era sólo inútil sino también agotador y hasta suicida. Entre Chomsky y Camus, Vargas Llosa eligió a Gore Vidal y sus objeciones secundarias.
Escucharlo ahora, en plena crisis mundial, decir que el liberalismo sólo trae abundancia y justicia y que los países que han seguido esa receta son y serán los más prósperos (¿verdad Irlanda, no es cierto España, te acuerdas Islandia?) es como escuchar a un señor que tiene el físico de Vargas Llosa, el pasaporte de Vargas Llosa, el habla cantarina de Vargas Llosa pero que, de algún modo, usurpa al escritor, difama al combatiente libertario y anima y reconforta a sus enemigos.
Ir a Venezuela en estos días y redundar en las críticas que el caudillo procaz de esas tierras merece está muy bien, siempre y cuando no se vaya como plenipotenciario de aquellos valores que permitieron la criminal hegemonía invasiva de los Estados Unidos en América Latina. Censurar a Chávez y olvidar a Arbenz (y a Bosch y a Panamá y a Granada y al bloqueo cubano) no es lo que se espera de un hombre decente como Vargas Llosa.
Escuchar a Vargas Llosa como propagandista del capitalismo realmente existente produce, en suma, un agudo ataque de melancolía.
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