por César Hildebrandt
Todo lo que Mario Vargas Llosa dijo sobre el nacionalismo lo debió decir en Santiago de Chile, la capital del país que ha invertido diez mil millones de dólares en un plan militar “disuasivo” dirigido exclusivamente al Perú.
Todo lo que Mario Vargas Llosa dijo sobre el nacionalismo lo debió decir en Santiago de Chile, la capital del país que ha invertido diez mil millones de dólares en un plan militar “disuasivo” dirigido exclusivamente al Perú.
Pero, claro, cuando va a Santiago, al gran novelista sólo se le ocurre hablar de libros de caballería y de lo bien que lo hace la socialista archinacionalista y ultramilitarista Michelle Bachelet. Digamos que un poco de equidad no le haría mal.
“El nacionalismo es la peste del siglo XX”, dice Vargas Llosa, equivocándose otra vez de siglo.
El nacionalismo, como lo sabe cualquier estudiante de Estudios Generales, se vincula, como proceso, a los siglos XVIII y XIX y se nutrió de muchos fenómenos, entre ellos la Revolución Francesa y los movimientos revolucionarios que hicieron posibles, por ejemplo, la creación de las modernas Italia y Alemania.
El nacionalismo le plantó cara a los rezagos reaccionarios implicados en la creencia de un mundo unificado por un imperio (Roma) o por una fuerza espiritual (la Iglesia).
Si alguien odió el nacionalismo como movimiento de resistencia fue, por ejemplo, César Borgia, el múltiple asesino que actuaba a órdenes del Papa Alejandro VI, que era su Papa y también su papá.
El papado de aliento feudal habló siempre horrores de las entidades nacionales y de los nacionalismos que se le encabritaban.
Sin el nacionalismo como fuerza modernizante Europa seguiría atada al Sacro Imperio Germánico y sin el nacionalismo Estados Unidos no habría osado liberarse de la tutela británica.
Hay nacionalismos funestos, desde luego. Uno de ellos es el procaz y asaltante nacionalismo chileno, expresado en su escudo con la famosa frase “por la razón o por la fuerza”.
Otro ejemplos son el nacionalismo fascista, nazi o estalinista.
Pero decir que el nacionalismo es “la peste del siglo XX” no sólo es demostrar que de historia poco se ha leído sino es tratar de desarmar, desde la descalificación, a quienes piensan que las naciones existen, que eso de la aldea global es muchas veces una trampa y que adoptar la idea de una fórmula única de desarrollo es volver a Roma y sus legiones.
Porque lo que el célebre escritor no dice es que el nacionalismo, en su versión exacerbada y continuamente criminal, lo encarna Estados Unidos de América, que está en Irak como antes ocupó Cuba y que está en Afganistán como antes incineró a Vietnam.
Y es que el nacionalismo hecho buba y depravación, el nacionalismo como pandemia porcina, ya no se llama nacionalismo porque la palabra no le basta y el concepto no lo puede contener.
El nacionalismo salido de cauce y de fronteras, ése que al gran novelista no le disgusta demasiado desde hace treinta años, se llama, al final, imperialismo.
Y la globalización es el triunfo del nacionalismo de los Estados Unidos y de la Europa liderada por la señora Merkel, los señores Sarkozy y Berlusconi y el pobre diablo de Brown.
El nacionalismo te puede llevar al abismo. Sobre todo cuando es el nacionalismo de tu vecino armamentista que se prepara para agredirte mientras tú confías en el derecho internacional, los fueros del pacifismo y los discursos de algunos intelectuales.
El nacionalismo de un pequeño país es, en todo caso, una anécdota.
El nacionalismo delivery de los Estados Unidos es un oprobio.
¿Y cómo llamar al nacionalismo israelí en Gaza?
¿Disgustará al extraordinario escritor la idea del Gran Israel bíblico abriéndose paso entre niños acribillados, muros racistas y retroexcavadoras?
Estoy seguro que sí. ¿Por qué no hablar de ese nacionalismo entonces? Cuando Estados Unidos de América protege a sus granjeros con miles de millones de dólares en subsidios, burlándose así de la Organización Mundial de Comercio y de su propio discurso, ¿es la capital del mundo liberal globalizado o el viejo Washington de la United Fruit?
Está muy bien hablar del nacionalismo. Pero sería mucho más temerario hacerlo en Santiago de Chile o en Boston. O en Tel Aviv.
Pedro Jorge Mario sigue siendo el Isaac Humala de la Caverna Neoliberal y cada una de sus declaraciones (o la perpetración de uno más de sus artículos) lo catapulpa al Olímpico Campeonato de la Majadería Intelectual post pago. Inimputable.
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