lunes, 3 de agosto de 2009

CRONOCOPIANDO por Koldo Campos Sagaseta


El día en que mi padre perdió la palabra
(Tomado del libro “Diario íntimo de Jack el Destripador”, de Koldo Campos Sagaseta y J.Kalvellido, editado por Tiempo de Cerezas)

Mi padre fue un hombre pacífico que ni siquiera cuando vino al mundo lo hizo llorando, así de pacífico era mi padre. Y siguió creciendo, serenamente, a pesar de carecer de pacíficos juguetes, dado que mis abuelos no disponían del oportuno dinero que aliviara tanto apacible aburrimiento.En la sosegada escuela confirmó mi padre las ventajas del pacifismo esmerándose siempre por poner la otra mejilla, la otra mano, el otro ojo, hasta que manco, ciego y sin mejillas, regresaba tranquilo a su hogar para escuchar afable las quejas y maldiciones de la familia. Cuando tuvo edad de trabajar supo como nadie, con beatífica bondad y extremada paciencia, tolerar abusos, soportar atropellos y consentir excesos, siempre complaciente y complacido de sobrellevar con la mejor de sus sonrisas tanta injuria. Pero a mi padre nada lo amilanaba y, a pesar de los agravios, él siempre tenía para ofrecer la otra sonrisa, la otra oreja, el otro pie, hasta que sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, luego de apaciguar la frustración y cólera de mi madre, y ocuparse, además, de solicitar a los cobradores que llegaban a casa nuevos pacíficos plazos y más cordiales intereses, se entregaba a la reparadora pesadilla que esa noche le tocara en suerte. Estoicamente soportaba insultos e improperios, poniendo siempre por delante su apacible y manso corazón, capaz de comprenderlo y perdonarlo todo. Así fue que, además de sin mejillas, manco, ciego, amargado, sordo y cojo, también quedó sin pecho y sin espaldas. Ni siquiera cuando lo desalojaron de su hogar, lo despidieron del trabajo y lo abandonó mi madre, tuvo aquel hombre un mal gesto o una peor reacción, tal vez porque hacía ya mucho tiempo que mi padre carecía de gestos y reacciones. Cuando sólo le quedaba la palabra y ya había cumplido sesenta años de serena existencia, un mal día, sin que nadie pudiera explicárselo, con un hilo de voz susurró delante del espejo un postrero y definitivo ¡coooooooño! que llegó a oídos de todos, de sus padres, de su maestro, de su familia, del vecino, de su patrón, de los tantos cobradores…y antes de que tuviera oportunidad de arrepentirse, apostados frente a su desahogo, airadamente le reprocharon su desvergonzada intolerancia, su grosera intransigencia, su peligroso fanatismo… Eso fue poco antes de que, también, perdiera la palabra.
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