miércoles, 29 de julio de 2009

EN BUSCA DE LA INTELIGENCIA PERDIDA


Cronopiando
Estados Unidos necesita “gente inteligente”
Koldo Campos Sagaseta

Lo ha dicho Bill Gates, uno de sus más exitosos y genuinos representantes, de paso por la India. “Estados Unidos necesita crear leyes de inmigración que permitan la entrada en el país de gente inteligente”.
Tal parece que de la otra clase de gente ya disponen la suficiente, por lo que la actual demanda enfatiza la necesidad de la inteligencia como requisito previo para que se abran las puertas del paraíso.
Imposible no recordar aquella vieja e insoportable cancioncita estadounidense que partía de lanzar vivas a la gente, esa gente que “la hay donde quiera que vas” para concluir que “con más gente a favor de gente en cada pueblo y nación, habría menos gente difícil y más gente con corazón”. La cancioncita no recomendaba que la gente inteligente emigrara a los Estados Unidos. Eso lo ha venido a reconocer ahora Bill Gates con ese jalear ¡Viva la gente…inteligente!
Hace algunos años leí un dato que me estremeció. Hay más médicos nigerianos trabajando en Estados Unidos que en la propia Nigeria.
Tampoco me extraña. La verdad es que Estados Unidos necesita de todo: gente inteligente, gente admirable, gente maravillosa…
Si es cierto, que lo es, aquel viejo pensamiento que cifra la riqueza individual o colectiva en la carencia de necesidades, Estados Unidos es, obviamente, el país más pobre del mundo.
Y es que son muchas y notables las carencias de la sociedad estadounidense. Y me sumo a quienes vienen insistiendo en la necesidad de presidentes, obviamente, distintos a los ejemplares en uso. No siendo los Estados Unidos un régimen dictatorial no hay razón para que, a lo largo de su historia, todos sus presidentes hayan sido clones, matices de color al margen, de un mismo y omnipresente poder. Inexplicable en una democracia esa permanente recurrencia al mismo impresentable, así vaya por la vida de patán, toque el saxo o vista de negro.
También estoy de acuerdo con la necesidad de encontrar votantes que tiene esa democracia, ciudadanos y ciudadanas que todavía confíen en la razón de su voto y en el ejercicio de su derecho, antes de que se reduzca aún más su porcentaje, inferior, desde hace muchos años, al 50 por ciento.
Y oportuno sería que mejor que votantes tuviera electores, ciudadanos que, además de votar, pudieran elegir. Y hasta un sistema electoral algo más democrático que, por ejemplo, hiciera válido el principio: “una persona, un voto”, para no referirme a la necesidad de corregir los fraudes electorales y no seguir honrando delincuentes por más familia que sean, gobiernen en la Florida o vivan en Ohio.
Comparto otras opiniones que denuncian la falta de equidad en la justicia, la falta de nuevos y mejores diques para Nueva Orleáns, o la carencia de programas de asistencia a los 40 millones de pobres que Estados Unidos tiene en su territorio, bastantes menos de los pobres que tiene, porque también son suyos, distribuidos por todo el mundo, fruto de sus imperiales políticas económicas; o los 46 millones de estadounidenses que, actualmente, no tienen seguro médico.
Al margen de estas necesidades, dicen sus estadísticas que Estados Unidos necesita más consumidores, más vehículos, más drogas, más armas, más televisores, más patatas fritas, más medallas, más píldoras contra el insomnio, más petróleo, más agua, más muros, más estadísticas, más gente inteligente…
No hay país en el mundo que trague y vomite con tanta facilidad y frecuencia.
Necesita guionistas, por ejemplo. No obstante el desarrollo de su industria cinematográfica, las últimas grandes superproducciones salidas de sus dos principales estudios, Hollywood y la Casa Blanca, con la excepción de “Obama y el cambio”, han carecido de libretos sólidos, coherentes, originales.
Años atrás, gracias a sus habilidades para contar la historia, la propia y la ajena, John Wayne derrotó a las hordas de indios en taparrabos que amenazaban interrumpir el progreso de aquella floreciente nación… y todos lo dimos por bueno. Nada amilanó al Séptimo de Caballería que, si en ocasiones perdió la cabellera, nunca extravió los principios, exterminando a los salvajes y remitiendo a sus jefes al circo y a los manicomios… y todos aceptamos la versión. Charlon Heston, en apenas 55 días que se pasó en Pekín, además de enamorar sin pretenderlo, a la bella Natacha, una condesa rusa a la que diera vida y muerte Ava Gadner, todavía tuvo tiempo de organizar las defensas de todas las potencias coloniales europeas sitiadas en la capital china, protagonizar alguna que otra arriesgada misión, por supuesto, vital; derrotar todos los ataques de los maquiavélicos orientales, y asistir a una bullanguera recepción donde bailar mejor que nadie… y todos creímos la historia. Incontables han sido las películas sobre la primera y la segunda Guerra Mundial a las que hemos asistido, siempre dotadas de sus correspondientes "macacos amarillos", "osos alemanes" y "galanes americanos", galanes parecidos a nosotros mismos, contándonos sus entrañables vidas, tan semejantes a las nuestras, mientras la banda sonora atacaba los últimos compases de la romántica comedia.
Antes de que, felizmente, los extraterrestres se hagan por fin presentes en nuestro planeta, ya centenares de héroes estadounidenses, a veces en pijama, disfrazados de insectos o el mismo presidente, nos han salvado de la furia alienígena tantas veces como hemos sido atacados, evitando que nos convirtiéramos en androides los que todavía no lo somos e impidiendo que los extraterrestres aprovecharan sus infernales artilugios de destrucción para secar nuestros ríos, por ejemplo, derribar nuestros bosques, tal vez, verter petróleo en el mar o abrir un agujero en la capa de ozono, cambiar el clima… y también nos lo creímos.
Nos creímos el atentado en 1898 contra el acorazado estadounidense Maine, en el puerto de La Habana, para que Estados Unidos entrara en guerra contra España; nos creímos el atentado en 1965 contra el destructor estadounidense USS Madox, en el Golfo de Tonkin, para que Estados Unidos entrara en guerra contra Vietnam del Norte.
Nos creímos que la muerte de Omar Torrijos en Panamá al estallar su avión en pleno vuelo fue un accidente. Nos creímos que la muerte de Jaime Roldós, presidente ecuatoriano, al estallar su avión en pleno vuelo, también fue un accidente Nos creímos la existencia de armas de destrucción masiva en manos de países que, supuestamente, no deben tenerlas… Nos lo hemos creído todo y nos lo hemos creído siempre…
Por ello es que ya no se puede seguir abusando de la credibilidad del mundo y es necesario que se cambie el guión, que se busquen otros argumentos para próximas películas, que se contraten nuevos guionistas capaces de superar la trama del eje del bien y el eje del mal, del blanco o negro, del estás conmigo o estás contra mi.
El propio Bush apuntó la posibilidad del cambio cuando, respondiendo a una interpelación en la Cámara de Representantes sobre sus turbios negocios en relación a empresas quebradas de las que fuera presidente, como la Harken Energy Corp. de Texas, o su semejante la Aloha Petroleum, o sus conexiones con Enron, contestó: “En las empresas, algunas veces, las cosas no son exactamente en blanco y negro cuando se trata de asuntos contables”.
Supermán, Batman, la soldado Lynch, Spiderman, todos los grandes héroes del cine estadounidense, no tendrían sentido sin la presencia y la amenaza de los representantes del mal, de "Lex Lutor", de Noriega, de "El Guasón", de Ben Laden, de Sadam, de "El Pingüino" de Al Zarkawui o "El Hombre Verde".
Pero este simple y tonto esquema, de fuerzas del bien contra bandas del mal y que Hollywood aplica en su industria cinematográfica como propuso Bush en su empresa política, con el paso del tiempo y el constante reciclaje de la misma y cansina historia, ya está agotado.
Una de las últimas películas en salir al mercado, una coproducción entre Estados Unidos e Inglaterra estrenada el 10 de agosto del 2006 en los medios de comunicación de todo el mundo, insistía en el mismo tedioso argumento. A pesar de la costosa inversión, el film “Ataque terrorista total” no aportaba nada nuevo, nada que mereciera la pena ser destacado. Después del fracaso de público que supuso su anterior producción, “Al Qaeda en Miami Beach”, insistían de nuevo en la misma fórmula a partir de un argumento pueril: Scotland Yard sigue la pista de varias células terroristas árabes que se disponen a hacer volar por los aires diez aviones ingleses en ruta a Estados Unidos, todos repletos de pasajeros, en los que los terroristas van a colocar explosivos líquidos de terrible potencia, capaces de desintegrar las naves. El día de la operación, los agentes británicos entran en acción, detienen a los terroristas y frustran su atentado brutal, terminando la película.
Pésimo guión y muy discretos los efectos especiales, muy inferiores, por ejemplo, a los efectos especiales que en los mismos días del estreno, protagonizaba por la televisión el ejército israelí destruyendo Líbano y Palestina.
Ni siquiera las actuaciones, poco convincentes, paliaron la flojedad de la trama y los errores de guión en el diseño de los personajes. Blair, por ejemplo, en su papel de primer ministro británico, parecía la persona más indicada para haber dado a conocer la noticia de la detención de los terroristas, además de que ello le hubiera ayudado a ganar algunas adhesiones antes de unas elecciones que estaban a la vista. No lo hizo porque estaba de vacaciones, según se dice en la película, limitándose a informar por teléfono a Bush que, coincidencialmente, también estaba de vacaciones, al igual que cuando el desastre de Nueva Orleáns, sin que ninguno de los dos interrumpiera su asueto, como hubiera exigido un guión mejor construido. Los actores que hacían de periodistas informando al mundo del diabólico plan puesto en escena, tampoco aportaban en sus secundarios papeles mayor fuerza al relato, con actuaciones previsibles y reiterativas, poco creativas. Asombra, por ejemplo, la variada y rica gestualidad que esos mismos actores demostraban en películas como “Comienza la transición en Cuba”, todavía en los medios, exhibiendo un rico surtido de muecas, sarcasmos y finas ironías, en comparación al cretinismo que demostraban en “Ataque terrorista total”. Tampoco se exhibían los explosivos líquidos, ni se explicaba su modo de empleo, ni se presentaban las pruebas que se decía tener. Al principio de la película, el actor que hacía de Jefe de la Policía señalaba que ante la inminencia del atentado de consecuencias incalculables, tras meses de investigaciones, se había decidido abortar el plan e insistía en que estaban detenidos los principales responsables. Al final de la película, John Reid, en su papel de ministro, aseguraba que se encontraban en la primera fase de una investigación que podría durar meses. Sea como fuere, a la película también le faltaba un final que el argumento parecía pedir para que no se diluyera tanto la amenaza criminal. Y me refiero a la presencia del actor Ben Laden, en un grabado mensaje desde algún remoto país, haciéndose responsable de la criminal conjura y amenazando con nuevos ataques terroristas. Cierto que desde su corta reaparición en la película “Bush cuatro años más”, no ha vuelto a recibir ofertas para volver al mundo del cine y algunos dan ya su carrera por terminada, pero su concurso al final de este film hubiera podido dar pie a giros más originales y a un final más convincente.
El cine estadounidense debe introducir innovaciones que cautiven a esa otra audiencia que todavía conserva neuronas y practica el pensamiento, incluso, libre. Y el cine comienza por un buen guión. Estados Unidos necesita nuevos y mejores guionistas o pagar mejor a los que tiene.
Tal vez por ello es que la publicidad ha acudido en socorro de la industria cinematográfica y entre ambas han urdido el mejor spot o comercial de la historia: “Obama y el cambio”, que contó, obviamente, con un extraordinario modelo, fruto de un “casting” inmejorable. Un anuncio que se renueva todos los días aunque siga ofreciendo el mismo producto y con las mismas características.
El actual presidente estadounidense, obviamente, “is diferent”. Y no aludo, solamente, a su color.
En apenas diez meses de gobierno ya Obama ha puesto en evidencia su personal estilo, su peculiar talante, su diferente modo de conducir los destinos de los Estados Unidos, lejos de las actitudes mostradas por sus predecesores, sentando cátedra en asignaturas como la ética, la cívica, la jurisprudencia, hasta ahora negadas a los gobiernos de ese país.
Afirmaba recientemente su vicepresidente, que “Israel tiene derecho soberano para decidir cómo encarar las ambiciones nucleares de Irán, esté o no de acuerdo Estados Unidos”. E insistía en entrevista para la televisión: “Israel puede decidir por sí mismo cómo encarar la amenaza de un Irán con armas nucleares… porque no podemos dictar a otra nación soberana lo que puede o no hacer cuando toma una determinación, si toma una determinación de que está existencialmente amenazado”.
Hasta en tres ocasiones llegó a hacer uso su vicepresidente de un concepto que, hasta la fecha, había sido borrado del manual y del vocabulario estadounidense en materia de política exterior. “Israel tiene derecho soberano…no podemos dictar a otra nación soberana…nosotros respetamos la soberanía…”
En lo que se quita y se pone un presidente, Estados Unidos ha pasado de ser el país que, con sobrada diferencia, más soberanías invade, a convertirse en el más escrupuloso defensor de las soberanías ajenas.
De aquel “no podemos permitir que un país se vuelva comunista por la estupidez de su pueblo”, manera en la que el ex canciller Kissinger se refería al respeto que los Estados Unidos tenían a principios de los setenta por la soberanía chilena, por ejemplo, hemos concluido, casi cuarenta años más tarde, en que no pueden inmiscuirse en las decisiones que puedan tomar otros países, por el plausible respeto a sus soberanías.
Es cierto que, en el pasado, Estados Unidos ha carecido, a veces, de la imprescindible sutileza a la hora de mostrar su respeto por las soberanías de otros y que, en ocasiones, sus gobiernos se han visto obligados a contradecir su larvado principio de la no injerencia, invadiendo soberanías extrañas pero, eso sí, sólo en defensa propia y en bien de su soberanía. De hecho, para mejor y soberanamente defenderse, siempre se han defendido a domicilio.
Para poderse proteger de sus primeras amenazas Estados Unidos se anexionó Texas en 1846 y, siempre para defenderse, invadió Chile en 1891 y Hawai dos años más tarde. Para defenderse intervino en Nicaragua en 1894 y al mismo tiempo, buscando defenderse, intervino también en China y en Corea. En 1895 fue a defenderse a Panamá, en 1896 se defendió en Nicaragua. En 1898 volvió a defenderse a China, aprovechando la oportunidad para ir a la guerra preventiva en Filipinas e intervenir en Cuba y Puerto Rico, en sucesivas y múltiples defensas. Siempre para defenderse, Estados Unidos intervino en Guam en 1898, de nuevo en Nicaragua en el mismo año y en Samoa un año más tarde. En 1901 acudió a defenderse a Panamá. En 1903 se defendió en Honduras y en 1904 otra vez en Corea, para seguir defendiéndose en Honduras en 1907 y en Nicaragua en 1910. El año 1911 vio a los Estados Unidos defendiéndose nuevamente en China y en 1914 la legítima defensa fue ejercida en México y Haití. En 1916, República Dominicana fue la sede de la defensa y en 1919 Honduras y Yugoslavia. Turquía fue también blanco de la defensa de los Estados Unidos en 1922, compartiendo honores con China, dos años antes de que Honduras volviera a ser motivo de defensa que, se reeditó otra vez en El Salvador en 1932. En 1948, Estados Unidos acudió a defenderse a Filipinas, en 1950 a Puerto Rico, en 1951 a Corea y en 1953 a Irán. Guatemala fue escenario de una nueva defensa estadounidense en 1954 antes de que, frente a tantas amenazas, Estados Unidos trasladara su beligerante defensa al Líbano en 1958. En 1961 se defendió en Cuba, cuando ya empezaba a defenderse en Vietnam y cuatro años más tarde plantó su defensa en Indonesia. En 1965, fue República Dominicana la seleccionada para que Estados Unidos pudiera defenderse, honor que, en 1965 correspondió a Guatemala y en 1969 a Camboya. En 1970 se defendió en Omán, en 1971 pasó a defenderse a Laos y en 1976 se defendió en Angola. Desde 1980 y durante diez años, Estados Unidos se defendió de la amenaza sandinista de Nicaragua desde sus bases de Honduras y Costa Rica. En 1982 se defendió otra vez en Líbano, en 1983 invadió Grenada para defenderse y, para mejor defenderse de la amenaza sandinista, minó las dos costas nicaragüenses en 1984. En 1989, siempre dispuesta a defenderse, invadió Panamá. En 1991, Estados Unidos ejerció su defensa en Irak; en 1994, insistió en defenderse en Haití, en 1996 siguió defendiéndose en Zaire y en 1998 renovó su defensa en Sudán, un año antes de trasladar su defensa a Yugoslavia. El cambio de siglo sorprendió a los Estados Unidos defendiéndose en Afganistán y, acto seguido, invadieron Irak, nuevamente, presurosos y preventivos, siempre en legítima defensa y para mayor gloria de la soberanía del mundo.
Pero los tiempos cambian y “nosotros podemos” repetía fascinada, frente a los televisores, la audiencia del cambio prometido.
Y llegó Obama y ahí están los resultados: “Israel tiene derecho soberano…no podemos dictar a otra nación soberana…nosotros respetamos la soberanía…”
Honduras ha sido la última en saberlo y celebrarlo.
Claro que, ni una golondrina hace verano ni tan excepcional acierto publicitario ha podido sobrevivir al éxito de su emisión.
Decía Perich, un extraordinario filósofo catalán al que algunos tenían por humorista, que “la prueba de que en Estados Unidos cualquiera puede ser presidente, la tenemos en su presidente”.
La última vez, sin embargo, en la que el pueblo estadounidense acudió a las urnas, no sólo votó por cualquiera sino que, incluso, eligió al candidato más elegante, en su porte y sus maneras, negro y demócrata para más señas, sorprendentemente culto, aunque nunca hubiese leído a Galeano, y con un programa de gobierno que prometía poner fin a la barbarie que le había precedido. Un candidato que, entre otras virtudes, había despertado en muchísimos sectores de la sociedad estadounidense el entusiasmo y la confianza perdida en la vida política.
Si comparásemos a Obama con cualquiera de sus antecesores, no habría nada que deliberar. No sólo era el mejor de los posibles, su talante, su pulcritud, sus gestos, su tono, su palabra, generaban simpatías, también, fuera de los Estados Unidos. Podríamos igualmente contrastar la imagen de Obama con cualquiera de los líderes europeos que, tampoco en ese caso habría debate.
El problema de Obama, aunque reconozco que me cautiva su personalidad cada vez que lo veo en la televisión, sea saludando adhesiones o matando moscas, es que sus hechos contradicen sus palabras.
Cierto es que algunos de los proyectos sociales que el presidente estadounidense está tratando de implementar en su país hasta parecen progresistas y que para todos ha dispuesto de muy buenas palabras, pero frente a la histórica oportunidad que la crisis económica ponía en sus manos para haber llamado, siquiera, la atención sobre la necesidad de reinventar la vida, de un imprescindible cambio de rumbo, prefirió acudir en rescate de la banca y de la industria del automóvil y de cualquier fuga de aire que importune el orden y el mercado.
Cierto es que prometió cerrar el campo de exterminio de Guantánamo, pero ahí siguen, todavía penando sus culpas a la espera de una justa reparación, los cientos de presos secuestrados a los que ahora se propone repartir por el resto del mundo.
Cierto es que condenó la tortura en los términos más concluyentes, pero concluyente fue, también, cuando desistió de llevar a la justicia a los responsables de la execrable tortura que tanto le había conmovido.
Cierto que habla constantemente de diálogo y de paz, pero no ha dejado de hacer la guerra; que habla de la necesidad de respetar las soberanías ajenas, pero no aclara cuales son las propias; que habla de la urgencia de reconducir sus relaciones con Cuba, pero no levanta el embargo y sigue manteniendo presos a los cinco patriotas cubanos; que habla de respetar la constitucionalidad de cada país, pero su gobierno y sus administrados persisten en alentar golpes de Estado o destituciones y renuncias forzadas.
Cierto que habla de nuevos tiempos, pero al frente de la administración estadounidense siguen estando viejos conocidos de todos y no, precisamente, para bien.
Obama lleva muchos meses hablando y aún no encuentra el día para hacer.
Obama, al fin y al cabo, sólo es el presidente de los Estados Unidos, el funcionario que mantienen al frente de la Casa Blanca los que nunca pasan por las urnas pero siempre detentan el poder. Obama sólo es el relacionador público, con rango y sueldo de presidente, de la empresa que tiene asiento detrás del trono. Obama sólo es eso, el hombre del anuncio.
Pero las carencias de los Estados Unidos no terminan en esa insatisfecha necesidad de cambios, de nuevos presidentes, de renovadas defensas, de guionistas y nuevas producciones y anuncios publicitarios. También, precisa más cárceles clandestinas, más sodas, más teléfonos, más sectas, más rascacielos, más estrellas, más analgésicos, más récords, más ordenadores, más moscas, más gente inteligente.
Hasta mapas necesita Estados Unidos. La embajada china en Belgrado, por ejemplo, bombardeada por la OTAN durante la guerra humanitaria en los Balcanes, fue reducida a escombros porque los pilotos no tenían mapas actualizados. Un año antes, un teleférico se desprendía en los Alpes italianos con una veintena de alpinistas, al ser cortados los cables por un avión militar estadounidense que acostumbraba a hacer acrobacias aéreas alrededor del cable de un teleférico. Según confesó el piloto para consuelo de los muertos, el teleférico no estaba en su mapa. Meses más tarde fue bombardeado un puesto de control en Vieques, Puerto Rico, por otro piloto estadounidense durante unos ejercicios militares, muriendo un isleño. El piloto del bombardero reconoció no disponer de un mapa en el que se identificara el puesto destruido ni el boricua. Y casi al mismo tiempo, en el Mar de Japón, un submarino nuclear estadounidense emergía, de improviso, y se llevaba por delante a un barquito escuela japonés, con su tripulación y una docena de estudiantes. El barquito tampoco aparecía en el mapa.
El problema de la falta de mapas podría subsanarse si el mundo, cuanto antes, en pública colecta, recogiera y donara a Estados Unidos los mapas necesarios, o nos decidiéramos los ciudadanos a instalarnos luces intermitentes en la cabeza que advirtieran nuestra ubicación a cualquiera de sus aviones y satélites pero, a pesar de ello, tendríamos entonces que enfrentar las lagunas académicas, tan públicas como notorias, que afectan a millones de bachilleres y universitarios estadounidenses, no siempre conformes con que Argentina no haga frontera con Italia o Madrid no sea puerto de mar.
Para la mayoría de los estadounidenses, hayan pasado o no por las aulas, el mundo se circunscribe a ellos. De Río Grande para abajo no hay nada, sólo indígenas subdesarrollados sin otro afán en la vida que eludir sus controles y fronteras para poder disfrutar del genuino sabor americano, de su “american life of way”. Por eso es que Montevideo es una provincia española, y los vascos, también llamados checoeslovascos, una tribu del norte de Africa.
Aunque se subsanase la carencia de mapas, ese vacío académico podría resultar catastrófico. Y estamos pues ante otra de las necesidades que tiene planteada la sociedad estadounidense: educación y educadores.
La escuela estadounidense ha alcanzado fama universal, además de por las matanzas protagonizadas por sus escolares, por el empeño mostrado por sus profesores en que sus alumnos lean. Tan saludable interés, sin embargo, no parece haber sido abordado de la mejor manera y los lectores habituales de prensa hemos conocido las variadas apuestas que decenas de profesores han cruzado y han perdido con sus alumnos en el logro de tan loable fin. El último caso que recuerdo fue el de la directora de una escuela de California que tuvo que sumergirse en una piscina llena de gelatina. La noticia venía acompañada de una fotografía de la maestra, Luciene Wong, flotando en la piscina ante la carcajada general de sus alumnos que sí leyeron el millón y medio de páginas apostadas. Poco antes, el director de otro centro escolar permaneció 24 horas colgado del techo de su escuela por perder una apuesta semejante y, en otro centro, un profesor de literatura se empapeló de los pies a la cabeza (con excepción de ojos, nariz y boca) por haber sido capaces sus alumnos de leerse algunos miles de kilos de libros.
Pareciera más sensato, en el peor de los casos, leer un único libro al año, pero leerlo bien, disfrutándolo, saboreándolo, volviéndolo a leer, que batir el récord de la escuela en millones de páginas consumidas o kilos de libros digeridos, pero algo que caracteriza a la sociedad estadounidense es la velocidad y el espectáculo, y ni siquiera la literatura puede salvarse de los Guinnes.
Estados Unidos, en su interminable lista de necesidades, precisa más pavos, más torturadores, más aplausos, más hormonas, más dólares, más gimnasios, más Oscars, más gente inteligente.
Incluso, necesita más cartón.
No hace mucho tiempo leía que en un barrio de Chicago un pobre había apuñalado a otro en disputa por unos cartones con los que arroparse para dormir. No entendía cómo podían enfrentarse por unas cajas de cartón… a no ser que también escasearan las cajas de cartón. Casi al mismo tiempo se supo que la NASA había perdido ¡700! cajas de cartón con las cintas originales del alunizaje. Y no es este el único despilfarro de cajas. Durante la administración Clinton, sólo el fiscal Starr acaparó medio centenar de cajas conteniendo las pruebas de la “impropia relación” del presidente con la becaria, incluyendo una caja con el vestido en el que aparecía la mancha de semen. Y es en cajas de cartón que se archivan buena parte de los secretos clasificados, informes confidenciales y demás documentos que, para bien de sus ciudadanos, su gobierno les oculta y calla. Todo lo cual explica que no haya cajas, simples cajas de cartón.
Hacer un inventario de las carencias de la sociedad estadounidense nos llevaría, probablemente, más horas de las que uno dispone y, en cualquier caso, hacérselo saber es posible que tampoco ayude a resolver el problema, pero Estados Unidos necesita más medidas proteccionistas, más luces de neón, más sanwichs, más coca-colas y, muy especialmente, más psiquiatras, además de gente inteligente.
Estados Unidos necesita psiquiatras que ayuden a sus ciudadanos a superar psicopatías y paranoias diversas. La paranoia, por ejemplo, creada en la sociedad estadounidense, cuyas conversaciones telefónicas son grabadas, sus mensajes electrónicos registrados, sus correos revisados, sus vidas controladas y que, en defensa propia, se vigila y se delata a sí misma, para evitar que alguien llegue de afuera a escucharles sus conversaciones, registrar sus correos o imponerles la censura.
La guerra como prevención de la guerra es, sin duda, el más avanzado soporte conceptual de la obsesión por defenderse. Y se aplica tanto a nivel nacional como internacional.
La autorización en el Estado de La Florida para que cualquier ciudadano armado que se sienta amenazado pueda abrir fuego, en plena calle, contra el motivo de su alarma, si no es una medida demencial, se le parece mucho, se le parece tanto como se parecen los dos hermanos Bush, el ex presidente y el gobernador, el del wisky con hielo y el del wisky con soda, George y Jeb, los dos engendros de estas y otras medidas semejantes.
George Bush y su gobierno decidieron y aprobaron que el ejército de Estados Unidos tenía derecho a disparar sobre cualquier nación que amenazara su seguridad, su paz y su progreso. Jeb Bush y su gobernación ha decidido y aprobado que la ciudadanía de La Florida tiene derecho a disparar sobre cualquier individuo que amenace su seguridad, su paz y su progreso.
De igual forma que la sospecha de armas de destrucción masiva en manos de un país árabe puede servir de excusa para desencadenar una guerra "preventiva" de los marines que destruya esa amenaza, la sospecha de una pistola en manos de un negro puede servir de pretexto para desencadenar una balacera "preventiva" de los ciudadanos de bien que elimine ese peligro. Y poco va a importar después que el país árabe no tuviera armas o que el ciudadano negro fuera a sacar su billetera del bolsillo (ejemplo tomado de la vida real). Jeb Bush aplica a nivel local, la misma criminal política de defensa que su hermano implementó a nivel internacional.
Si los profesionales marines en Iraq no son capaces de distinguir a un periodista español asomado al balcón de un hotel, de un combatiente iraquí debajo de un árbol; si no son capaces de distinguir a una periodista italiana en un automóvil de un combatiente suicida a bordo de un tanque, ¿cómo vamos a exigirle un mayor discernimiento a un ciudadano común de La Florida cuando confunda a su vecino con un atracador, o a una venerable anciana que pasea su perro pequinés por un parque, con un fanático fedayín que arrastra su cohete chino por la acera? Es tan grave esa obsesión por defenderse que, en ocasiones, puede conducir a otra enfermedad no menos insólita y peligrosa para el resto de los humanos, su fobia contra cierta clase de extranjeros en el entendido de que amenazas y atentados sólo pueden llegarles del espacio o del llamado tercer mundo que, casi viene a ser lo mismo. Lo piensa la sociedad con más etnias, que compra más de la mitad de los 8 millones de armas que se fabrican anualmente en el mundo y en la que, según sus propios datos, hay 90 armas por cada cien ciudadanos. No descarto que la carencia que tiene esa sociedad en sus aduanas de formularios realmente eficaces para poder distinguir turistas de terroristas, sea una de las causas que mejor explica su insania mental.
Los famosos formularios verdes que aplicar a los extranjeros que llegan a los Estados Unidos con preguntas tan sutiles como: “¿Es usted terrorista? ¿Trae armas o explosivos en su equipaje? ¿Tiene previsto atentar contra nuestro presidente?”, no parece que hayan dado buenos resultados.
Curiosamente, la historia de Estados Unidos, que cuenta con el récord de más presidentes asesinados, nunca ha registrado un magnicidio cometido por un latino, musulmán o ciudadano “tercermundista”. Ni siquiera sus presidentes han sido asesinados por organizaciones criminales como Kaos, Fu-Man-Chú o Al Qaeda, verdadero prodigio como multinacional del terror con sucursales en todo el mundo, que pasó de la nada al infinito en apenas unos meses de gestión en los medios de comunicación. Los presidentes estadounidenses siempre han sido asesinados por “hombres perturbados que actuaban solos y al servicio de nadie”.
Abrahan Lincoln, presidente de los Estados Unidos, fue asesinado en 1865 por John Wilkes, un "hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie".
James Garfield, presidente de los Estados Unidos, fue asesinado en 1881 por Charles Guiteau, un "hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie".
William McKinley, presidente de los Estados Unidos, fue asesinado en 1901 por León Czolgosz, un "hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie".
John F.Kennedy, presidente de los Estados Unidos, fue asesinado en 1963 por Harvey Oswald, un "hombre perturbado que actuaba solo, al servicio de nadie".
Otros presidentes, como Andrew Jackson en 1835; Franklin Delano Roosevelt, en 1933; Harry Truman, en 1950; Gerald Ford, en 1975; y Ronald Reagan en 1981, sobrevivieron a atentados contra sus vidas, siempre a manos de "hombres perturbados, que actuaban solos, al servicio de nadie".
Políticos como Robert Kennedy, líderes como Martin L. King, artistas como John Lennon, fueron asesinados por "hombres perturbados, que actuaban solos, al servicio de nadie".
Estados Unidos dispone del mayor arsenal en la historia de la humanidad, de "asesinos perturbados, que actúan solos y al servicio de nadie". El caso más llamativo, sin duda, el de John Kennedy, caso en el que todavía se insiste que fue asesinado por un único "perturbado", autor de tres disparos en un tiempo imposible que, en insólita trayectoria, mataron a un presidente e hirieron a tres personas. Ningún expediente de un país "tercermundista", ni proponiéndoselo, podría dar cabida a tal cúmulo de irracionales disparates, pruebas desaparecidas, testigos muertos, testimonios silenciados, informes perdidos y demás turbias manipulaciones, como el que todavía pasa por informe oficial en relación al golpe de Estado que esconde el magnicidio de Kennedy. Hasta el año 2029 no se desclasificarán todos los documentos secretos en poder de las autoridades de los Estados Unidos y que no se permite sean conocidos por el pueblo norteamericano, supuestamente, el mejor informado y con más derechos del mundo. Habrán pasado 66 años (curiosa cifra) cuando, si así lo considera el gobierno de Estados Unidos y su afamada justicia, se conozca quien o quienes estaban detrás del "perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie".
El militar estadounidense, Thimoty McVeigh, de anglosajón nombre y apellido, blanco para más señas y condecorado tras la primera guerra de Iraq, el mismo que voló por los aires el edificio federal de Oklahoma provocando centenares de muertos, era también un "hombre perturbado, que actuaba solo, al servicio de nadie".
Eric Robert Rudolph, veterano del Ejército de Estados Unidos, autor de la bomba en Atlanta en 1966 que provocara un muerto y más de un centenar de heridos, responsable también de otro atentado con bomba en 1998 contra una clínica que realizaba abortos en Alabama y en el que un policía resultó muerto, y autor de otros atentados con bomba contra clubs frecuentados por homosexuales y oficinas públicas, también era “un hombre perturbado que actuaba solo y al servicio de nadie”.
Ninguno de ellos fue detectado gracias a los formularios verdes porque sólo se aplican a ciudadanos extranjeros y, curiosamente, todos los citados asesinos que actuaban solos y al servicio de nadie eran ciudadanos estadounidenses y vivían en Estados Unidos. Tampoco los citados formularios detectaron en el pasado a los nazis alemanes que encontraron en Estados Unidos refugio, cargos y proyectos como el del Apolo y la NASA. Ningún formulario verde sorprendió nunca a un terrorista anticubano, entrando o saliendo de Miami.
Sólo el senador Edward Kennedy fue, hace pocos años, detenido en un aeropuerto estadounidense por sospecha de terrorismo, el tiempo que duró el error, además del revuelo que levantó en su día la inspección y registro del pasaporte del entonces candidato Obama, cuyo nombre y apellidos despertaron sospechas y que costó el empleo a tres funcionarios acusados de “curiosidad imprudente”.
Hace algún tiempo, el periódico Rebelión publicó un valioso artículo de Robert Jensen, profesor de periodismo de la universidad de Texas, sobre el escaso juicio de la sociedad estadounidense, sus trastornos narcisistas y las secuelas que semejantes anomalías provocan.
Y en apoyo a su bien documentada tesis, el autor recogía algunos puntuales ejemplos en las personas del propio presidente y otros altos funcionarios del gobierno, tanto en relación a sus palabras como a sus actos, y con el agravante de que siguen diciendo y haciendo los mismos trágicos dislates.
Cuando lo leí, recordé un estudio efectuado por la Conferencia de la Casa Blanca sobre Salud Mental publicado en 1999 y que recogía alrededor de 3 mil investigaciones, cuya conclusión no dejaba lugar a duda alguna: uno de cada cinco estadounidenses padecía trastornos mentales. Junto a ese dato, otro más llamó mi atención: las enfermedades mentales eran la segunda causa de muerte en Estados Unidos.
El estudio, al que por su origen parecía obligado conferirle cierto rigor, no aclaraba cuál era el índice de mortalidad que provocaban esos trastornos mentales fuera de los Estados Unidos, aunque la “locura” estadounidense, sospecho, debe ser, no la segunda, sino la principal causa de muerte, directa o indirectamente, en América Latina, Asia y Africa.
En cualquier caso, alarma saber que, según esos análisis efectuados por la propia Casa Blanca, a los que habría que sumar el certero diagnóstico psiquiátrico de Robert Jensen, veinte de los cien senadores que, aproximadamente, tiene Estados Unidos padecen problemas mentales; y que 100 congresistas de los alrededor de 500 con que cuenta aquel parlamento están mal de la cabeza. Enfermos mentales a los que habría que sumar su 20 por ciento de militares orates, jueces enajenados, alcaldes lunáticos, embajadores idos, funcionarios chalados y banqueros vesánicos, en mayor o menor grado, para no mencionar la clase artística y religiosa.
Dolencias mentales que casi siempre tienen su acomodo en el bolsillo y que, también explican el porqué de tantos niños pistoleros en las escuelas ametrallando maestros y compañeros; o el trastorno obsesivo-compulsivo que ha mantenido el bloqueo a Cuba durante tantos años; o los constantes errores y daños colaterales provocados por la esquizofrenia militar estadounidense y la demencial ambición de sus gerentes.
La preocupación de los gobiernos estadounidenses por la salud en general, y la mental en particular, suele ser inversamente proporcional a su interés por la “vida”, lo que da lugar a curiosas contradicciones como, por ejemplo, que a un condenado a muerte, antes de ejecutarlo, se le niegue su última voluntad ya que el penal prohíbe fumar para preservar la salud de los reclusos.
El propio Donald Rumsfeld reconoció en rueda de prensa su preocupación por la salud de los 500 secuestrados en Guantánamo hasta el punto de admitir que se les cubrían las orejas “para que no les molestara el ruido del despegue y aterrizaje de los aviones de la base”, que se les tapaban los ojos “para que no se deprimieran con lo que veían” y que se les encadenaban los pies “para evitar que fueran a tropezarse”.
Y es que desde pretéritos tiempos, la salud de los contribuyentes ha sido una de las primeras preocupaciones del gobierno estadounidense. Eso de que “los ciudadanos de los Estados Unidos merecen tanta protección como los de la antigua Roma”, antes y después de que el senador Shortdridge, en 1928, lo hiciera público, al margen de las imperiales alusiones pronunciadas en el senado del Imperio, dejaba para una segunda lectura los acápites relacionados con los ciudadanos patricios y los ciudadanos plebeyos, de los que los cementerios y las cárceles de los Estados Unidos son generosos y surtidos ejemplos. De hecho, rescatar patricios siempre fue un buen pretexto para invadir naciones y ha creado en el Caribe, desde entonces, cierto predispuesto temor a la visita de cualquier turista rescatable. De donde los marines no pudieron rescatar a los plebeyos fue de Nueva Orleáns…y hay quien dice que, precisamente, por plebeyos. El que no pudo pagarse la huída, o quedó entre los muertos o sigue desaparecido.
La preocupación por la salud mental ha tenido en los Estados Unidos otros destacados terapeutas como Al Capone cuando disertaba en las universidades, en olor de multitud, como patricio de Chicago: “América debe permanecer incólume e incorrupta. Debemos proteger a los obreros de la prensa roja y de la perfidia roja y cuidar de que sus mentes se mantengan sanas.”
Y por la mente sana de la infancia y su inocencia se preocupaba John Ashcroft, secretario de Justicia, cuando declaraba: “Hay que preservar la inocencia de América”, tras el descubrimiento en Texas, hace alrededor de 10 años, de una red dedicada a la pornografía infantil. “El recurso más preciado de nuestra nación son los niños”, insistía el ministro que, tal vez, aún no sabía, que los menores que aparecían en los vídeos mientras eran violados, eran niños rusos, indonesios y filipinos, y los únicos estadounidenses implicados eran los 250 mil suscriptores adultos que adquirían los vídeos y el matrimonio que había montado el negocio.
Numerosos han sido los casos entre los inquilinos de la Casa Blanca de demencia senil, así fuera responsable la genética o la cocaína, esa que George W. Bush reconoció haber usado “cuando era joven e irresponsable”, en una proverbial definición de lo que entendía por juventud. Lo de Ronald Reagan, posiblemente, era genético o, tal vez, la más viva expresión del típico humor estadounidense: “Hemos intervenido en Granada porque ese país es el principal productor de nuez moscada; porque está próximo a celebrarse en Estados Unidos el día de Acción de Gracias; porque ese día manda la tradición familiar comer pavo; porque el pavo se hornea con nuez moscada; y porque no podíamos permitir que la nuez moscada acabara en manos de los comunistas”.
Nunca se supo la verdad, si era cierto que el presidente tenía algo más que un ninfoma en la nariz o si era la sociedad estadounidense la que realmente padecía el cáncer.
Las siguientes intervenciones de Reagan confirmaron las dos posibilidades: “Conciudadanos, tengo el gusto de informarles que he firmado una ley que prohíbe a Rusia para siempre. El bombardeo empieza en cinco minutos.”
El anuncio hecho por radio a la nación en agosto de 1984 dejó al mundo sin habla, especialmente, a los rusos.
No por casualidad la sociedad estadounidense apunta tantos rasgos paranoicos, dentro y fuera de la Casa Blanca y el Pentágono. La historia de su vida es la historia de un amor truncado, de una infeliz traición, de un enemigo nuevo que constituye la última amenaza declarada a su seguridad y del que deben defenderse. Para encontrarlo sólo deben repasar su nómina de viejos amigos y socios.
Lo extraño es que una sociedad tan paranoica como la estadounidense, registre al mismo tiempo tantas muestras de patética ingenuidad.
Y eso nos lleva a otra de las urgencias más sobresalientes de los Estados Unidos: la necesidad de más viveza, de más criticidad.
Una sociedad que se creyó, por ejemplo, que su ex presidente George Bush, un reconocido alcohólico y cocainómano, estuvo a punto de morir atragantado con una galleta Prezzler por no llevarse del consejo de su mamá de masticar bien la galleta, según confesó él mismo a los medios de comunicación, cuando todavía mostraba su rostro visibles muestras del golpe que se dio al desplomarse contra el suelo, absolutamente ebrio, está en condiciones de creerse cualquier cosa.
Todavía recuerdo la compungida declaración del dueño de la agencia de pilotos de Miami que entrenara en el manejo de aviones a los terroristas que se estrellaron contra las Torres Gemelas, mientras lloraba y lamentaba no haber entrado en sospechas con sus clientes cuando estos le manifestaron no tener interés alguno en aprender a aterrizar.
Por más que los medios de comunicación ayuden a aumentar la credibilidad de los embustes, hace falta un candor a prueba de sentidos para dar crédito a tantas insólitas patrañas como las urdidas por todos sus gobiernos.
George W.Bush, por ejemplo, mintió para eludir el servicio militar en Vietnam, mintió para alcanzar la presidencia, mintió el 11 de septiembre, mintió en relación a la catástrofe que provocara su gestión en Nueva Orleáns, mintió cuando aseguró la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq, mintió cuando afirmó tener pruebas de la vinculación de Sadam con Al Qaeda; mintió cuando aseguró tener constancia de que la bombardeada fábrica de fármacos de Sudán era un almacén de armas químicas, mintió cuando negó no estar utilizando fósforo blanco en Iraq y, una vez descubierto, volvió a mentir cuando confirmó que sólo se utilizaba contra los "enemigos"; mintió cuando negó la existencia de torturas a cargo de sus hombres en Iraq, Afganistán y Guantánamo; mintió cuando rechazó tener nada que ver con secuestros de personas, vuelos secretos y cárceles secretas; mintió cuando afirmó que el espionaje del correo de sus ciudadanos contaba con el visto bueno de su propio Congreso, mintió cuando comprometió el retiro de sus tropas de Iraq tras la primera pantomima electoral llevada a cabo en ese país... hasta el pavo con el que posó para la posteridad tras su primera visita a la Iraq invadida un Día de Acción de Gracias, resultó ser de plástico.
Desde el “léanme los labios” de George Bush I, al desmentido de la “relación impropia” de Bill Clinton ante todo el país, pasando por George Bush II, la edición de tantas presidenciales mentiras, dado su volumen, resultaría impublicable.
Obviamente, Estados Unidos, necesita psiquiatras que trabajen esa doble patología de la mentira y la credulidad extremas, patología que puede resultar demoledora en una sociedad tan narcisista .
Ese creerse centro del universo que les permite a sus soldados estar exentos de responder ante tribunales internacionales o justicias que no sean la propia; que hace que a su campeonato nacional de baloncesto lo llamen “Serie Mundial” y, en consecuencia, “campeones mundiales” a los ganadores; que celebran el “Juego de Estrellas”; que buscando nombres para sus equipos deportivos encontraron los Astros de Houston, el Cosmos de Nueva York, los Gigantes de San Francisco, los Supersónicos de Seattle o los Reyes de Sacramento; esa sociedad que siempre ha buscado en la apariencia el reflejo de su espejo; capaz de ejecutar a menores de edad y retrasados mentales y dar clases de ética y moral; que todo lo reduce al oro, incluyendo el tiempo; que derrocha la luz para evitar mirarse y se vanagloria de su infame despilfarro como expresión del desarrollo que no paga; que siendo el país más endeudado del mundo dicta las pautas económicas al resto, requiere la urgente solidaridad de las demás naciones que hagan llegar a los Estados Unidos todos los psiquiatras disponibles.
La locura explica su razón, como la mentira confiesa su verdad, y la verdad y la razón son, precisamente, dos de los conceptos más vapuleados por los gobiernos estadounidenses. Más de cien acuerdos firmados entre los presidentes estadounidenses con los jefes indios fueron vulnerados por los “casacas azules”, más de cien palabras empeñadas fueron rotas por los representantes de Estados Unidos, sin que ello fuera obstáculo moral alguno para que la “verdad”, como concepto, se haya convertido en el mejor recurso publicitario de sus presidentes. “Y la verdad os hará libres” repite la cita bíblica un enorme letrero colgado en la oficina principal del FBI. A muchos en Estados Unidos, además de libres, los ha hecho millonarios.
Al margen de que ningún pueblo tiene la exclusiva de sus defectos ni la franquicia de sus virtudes y de que, en cualquier acento, vamos a encontrar en parecida proporción genios e idiotas, tres rasgos sobresalen en la sociedad estadounidense que, nunca para bien, determinan sus políticas internas y sus relaciones con otros países: la ignorancia que padece esa sociedad en todos lo órdenes; una ingenuidad que no tolera el pensamiento propio y que huye de la criticidad más elemental; y una arrogancia que agrega a su natural culpa el peligro de la compañía cuando se manifiesta de la mano de la ingenuidad y la ignorancia.
Tal vez por ello, con los presidentes y altos funcionarios estadounidenses no hay que esperar a que sus actos desmientan sus palabras para poner al descubierto sus vergüenzas, que ya en el discurso se acusa la culpa. La combinación de esos tres rasgos, con frecuencia, anticipa la infamia, la anuncia, la celebra.
Y a las pruebas me remito. A lo largo de la historia, los presidentes y altos funcionarios estadounidenses han definido con inmejorable precisión todos esos grandes valores y conceptos en los que excusan sus desmanes. Sin otro disimulo que no sea su infinita hipocresía, han ido salpicando a través de los años esas cuantas virtudes que todavía creemos inobjetables, con la ignorancia de quien nada aprende, la ingenuidad de quien todo cree saberlo, y la arrogancia de quien, para su desgracia y la nuestra, casi siempre termina por hacer su voluntad.
Sobre el concepto “democracia”, secular excusa a la que los Estados Unidos ha recurrido para encubrir sus mercuriales propósitos, nadie se ha expresado con tanto rigor como el incombustible funcionario Henry Kissinger, refiriéndose al gobierno de Salvador Allende en Chile en 1973 en cita a la que hacía referencia anteriormente: “No veo porqué tendríamos que quedarnos de brazos cruzados contemplando como un país se hace comunista debido a la irresponsabilidad de su pueblo”. En todo caso, el antecedente de Peurifoy, embajador en Guatemala, que, con veinte años de anticipo, vino a dar la misma respuesta ante la victoria en las urnas de Jacobo Arbenz: “No podemos permitir que se establezca una república soviética desde Texas hasta el Canal de Panamá”.
Y tampoco han podido permitir que durante medio siglo, la comunidad internacional, opuesta al infame bloqueo a Cuba, con excepción de alguna isla de la Polinesia, hiciera efectiva su voluntad. La democracia tiene sus límites y las Naciones Unidas sus consejos de seguridad.
Algunos altos funcionarios han recurrido, incluso, a la poesía para mejor describir sus amenazas, en literarios gestos poco habituales en las memorias de la infamia. El embajador de los Estados Unidos en Brasil, Lincoln Gordon, disconforme con la reforma agraria que el presidente Joao Goulart pretendía sacar adelante en 1964, anticipó el golpe de Estado con este apunte meteorológico: “Nubes sombrías se ciernen sobre nuestros intereses económicos en Brasil…”. Apenas un año más tarde ya había escampado. En un gesto más lacónico pero no menos elocuente, por la misma época, el gobierno de los Estados Unidos regalaba, en señal de afecto, al electo presidente dominicano Juan Bosch… una ambulancia. No pasó un año sin que el donativo explicara su urgencia.
De preocupaciones parecidas ante las que nunca los Estados Unidos se cruzaron de brazos, tienen surtida memoria todos los pueblos del planeta. Algunos acumulan hasta varias experiencias, y hay quienes tampoco terminan de pagarlas. “Ese es el costo que tiene la libertad” había explicado Richard Nixon al intensificar los bombardeos sobre Vietnam. Antes, también lo había explicado Harry Truman, en un perfecto ejercicio de cinismo: “La libertad es el derecho de escoger a las personas que tendrán la obligación de limitárnosla”. Tal vez por ello, porque era su obligación, es que en la lápida de quien diera la orden de arrojar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 con el fin de “evitar víctimas entre la población civil", puede leerse: “Hizo lo que debía”.
Los estadounidenses también votan lo que deben. De hecho, nadie vota más que ellos, votan por el mejor beisbolista del año, por el mejor actor, por la mejor película, por la miss más atractiva, votan por la gobernación de California entre un actor mediocre, una vedette, un luchador de sumo, un enano de circo y un editor porno; votan por el pavo que el presidente indultará en el “thanksgiving day” y hasta es fama que los periodistas votaron porque el perro de Bill Clinton se llamara Buddy…pero nadie elige menos que los estadounidenses.
Cuando George Washington, a finales del siglo 18, afirmó: “El gobierno no es una razón, tampoco es elocuencia, es fuerza. Opera como el fuego; es un sirviente peligroso y un amo temible; en ningún momento se debe permitir que manos irresponsables lo controlen” tal vez no se estaba refiriendo a Chile, a Guatemala, a Brasil, a República Dominicana, a Cuba o a tantas otras patrias americanas, pero como bien apuntara James Monroe en 1823, con su célebre “América para los americanos”, otros detrás de él se ocuparían de definir ambos conceptos y prolongar más allá de América los límites de la ambición.
Una de las mejores definiciones del nuevo concepto lo resumió admirablemente Charles Wilson, quien fuera ministro de Defensa y ejecutivo de la General Motors, cuando en 1953 sentenció: “Lo que es bueno para la General Motors es bueno para América”. Obviamente, no se refería a la reciente quiebra que ha obligado a la administración estadounidense a nacionalizar la empresa pero, cincuenta años más tarde de aquella sentencia, el ex vicepresidente estadounidense Dick Cheney, diría lo mismo. A fin de cuentas, lo que es bueno para Halliburton es bueno para América…y para Dick Cheney.
En el logro de los nobles principios que mueven a los Estados Unidos, no podía faltar la idea de Dios, invocada desde 1789 y reiterada a través de los siglos en boca de todos los presidentes.
George Bush, impenitente lector del Eclesiastés, aludía al Supremo horas antes de la penúltima invasión a Iraq: “Sé que venceremos por el apoyo del pueblo estadounidense armado de la confianza de Dios. Que Dios bendiga a los EU de Norteamérica”.
Sin embargo, no obstante el amplísimo surtido de divinas referencias con que cuenta el inventario y los progresos que el ex presidente George W.Bush hizo con respecto a su padre, hasta el punto de hablar directamente con Dios y buscar su alianza en su agresión a Cuba, “un día, el buen Dios se llevará a Fidel”, pocos presidentes estadounidenses han llegado a mantener una relación con Dios más intensa, para no decir fundamentalista, que el presidente William McKinley, a principios del siglo pasado: “Yo caminaba por la Casa Blanca, noche tras noche, hasta medianoche; y no siento vergüenza al reconocer que más de una noche he caído de rodillas y he suplicado luz y guía al Dios Todopoderoso. Y una noche, tarde, recibí Su orientación, no sé cómo, pero la recibí: primero, que no debemos devolver las Filipinas a España, lo que sería cobarde y deshonroso; segundo, que no debemos entregarlas a Francia ni a Alemania, nuestros rivales comerciales en el oriente, lo que sería indigno y mal negocio; tercero, que no debemos dejárselas a los filipinos, que no están preparados para auto-gobernarse y pronto sufrirían peor desorden y anarquía que en tiempos de España; y cuarto, que no tenemos más alternativa que recoger a todos los filipinos y educarlos y elevarlos y civilizarlos y cristianizarlos, y por la gracia de Dios hacer todo lo que podamos por ellos, como prójimos por quienes Cristo también murió. Y entonces, volví a la cama y dormí profundamente”.
Además de ser el pueblo elegido de Dios (con permiso de Israel), también cuentan para su gloria con la encomienda del mundo en la garantía de la paz. La defensa del orden internacional y de la paz mundial la llevan a efecto por encima, incluso, de sus defendidos. “Como americanos sabemos que hay veces en que debemos dar un paso al frente y aceptar nuestra responsabilidad de dirigir al mundo, lejos del caos oscuro de los dictadores. Somos la única nación en este planeta capaz de aglutinar a las fuerzas de la paz”. Lo decía George Bush antes de invadir Iraq en los 90.
En relación al terrorismo” Delano Roosevelt sentó cátedra con su definición del problema, cuando periodistas le cuestionaban por los crímenes de Somoza en Nicaragua: “Sí, Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
Esa es la razón por la que más de medio siglo después es puesto en libertad en Estados Unidos un terrorista como Posada Carriles, por citar un caso, mientras siguen condenados a cadena perpetua los cinco cubanos acusados de prevenir el terror.
Louis Caldera, secretario técnico de los Estados Unidos, tras verse obligado a cerrar hace diez años la Escuela de las Américas para abrir en su lugar el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación de Seguridad, eufemismo con el que se sigue conociendo la factoría de dictadores que Estados Unidos tiene para su “región” y que Robert McNamara, ex ministro de Defensa, recientemente fallecido, aplaudiera en el pasado por su papel como “forjadora de los líderes del futuro”, alegó en defensa del cuestionado historial de los graduandos de la escuela que, lamentablemente, entre tantos eméritos combatientes por la causa de la democracia en el mundo… “siempre se cuelan algunos granujas”, o lo que es lo mismo, si me atengo a los sinónimos que ofrece el diccionario, que Pinochet fue un pilluelo y el mayor salvadoreño D´Abuisson un pícaro.
Otros ni siquiera se molestaron en buscar adjetivos más discretos. A los mercenarios asesinos que sembraron el terror en la década de los ochenta en el norte y sur de Nicaragua, Ronald Reagan los definía como “paladines de la libertad”.
Y algunos años antes, el secretario de Estado Cordell Hull, interpretando el sentir de su gobierno, se atrevió a decir del dictador dominicano Trujillo que “es uno de los más grandes hombres de América Central y de la mayor parte de Sudamérica”. Es obvio que si no se decidió a catalogarlo como el más grande sólo se debió a la feroz competencia de los Somoza, los Duvalier y otras especies.
Si de semejante manera se han referido siempre a sus “combatientes por la libertad” como George Bush llamaba a los talibanes cuando despanzurraban rusos, nada de particular puede tener su concepto de paz.
George Bush, la anhelaba la víspera de iniciar los bombardeos sobre Iraq: “Como ya he dicho a menudo, nosotros no deseábamos la guerra, pero todos conocemos ese versículo del Eclesiastés que dice que hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra”. A Bush, naturalmente, le correspondía la gracia de decidir el tiempo.
Entre las muchas citas posibles en relación a la paz y a pesar de los aportes de la familia Bush, me quedo con estas dos: “Ningún triunfo es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra” del premio nóbel de la paz y presidente estadounidense Teddy D.Roosvelt; y la más reciente, del ex secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: "Mejor que una palabra es esgrimir una palabra y un revólver.”
Por muy costoso que le resulte al mundo cubrir la demanda de psiquiatras que tienen los Estados Unidos, siempre será preferible donarles ese servicio a tener que estar pagando los honorarios de los tantos traumatólogos y cirujanos que provocan sus imperiales efectos.
Claro que tampoco entonces terminarían las carencias de los Estados Unidos porque, igualmente, precisan economistas que puedan devolver las esperanzas de una vida mejor a millones de ciudadanos que viven miserablemente, sin empleo, salud ni futuro; y de sociólogos que puedan ayudar a la población a identificar sus problemas, a reconocer sus causas, a buscarles solución; y de maestros y educadores que puedan compensar las notables lagunas de su población y sus autoridades; y hasta es posible que, contradiciendo al propio Bill Gates que no parece ser de la opinión de que Estados Unidos necesite gente torpe, bruta, tosca, poco o nada inteligente, también sigan necesitándose inmigrantes que siembren, que construyan, que transporten, que frieguen, que levanten, que laven, que conduzcan, que limpien, que barran, que combatan y mueran por el país en sus múltiples y humanitarias guerras, aunque no por ello se ganen su derecho a ser considerados ciudadanos, menos aún, gente inteligente.
Bibliografía:
- Memorias del Fuergo, E. Galeano.
- Cronopiando, Koldo Campos Sagaseta
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