lunes, 20 de julio de 2009

CRONOCOPIANDO: DOS DE KOLDO CAMPOS

No creo en Obama
Koldo Campos Sagaseta
Rebelión
Decía Perich, un extraordinario filósofo catalán al que algunos tenían por humorista, que “la prueba de que en Estados Unidos cualquiera puede ser presidente, la tenemos en su presidente”.
La última vez, sin embargo, en la que el pueblo estadounidense no sólo votó sino que, incluso, eligió, no eligió a cualquiera, sino al candidato más elegante, en su porte y sus maneras, negro y demócrata para más señas, sorprendentemente culto, aunque nunca hubiese leído a Galeano, y con un programa de gobierno que prometía poner fin a la barbarie que le había precedido. Un candidato que, entre otras virtudes, había despertado en muchísimos sectores de la sociedad estadounidense el entusiasmo y la confianza perdida en la vida política.
Si comparamos a Obama con cualquiera de sus antecesores, no habría nada que deliberar. No sólo era el mejor de los posibles, su talante, su pulcritud, sus gestos, su tono, su palabra, generaban simpatías, también, fuera de los Estados Unidos. Podríamos igualmente contrastar la imagen de Obama con cualquiera de los líderes europeos que, tampoco en ese caso habría debate.
Pero yo no creo en Obama, aunque reconozco que me cautiva su personalidad cada vez que lo veo en la televisión, sea saludando adhesiones o matando moscas.
Sigo pensando que se trata del mejor anuncio realizado nunca en la historia de la publicidad, y que contó, obviamente, con un extraordinario modelo, fruto de un “casting” inmejorable. Un anuncio que se renueva todos los días aunque siga ofreciendo el mismo producto y con las mismas características.
Cierto es que algunos de los proyectos sociales que el presidente estadounidense está tratando de implementar en su país son progresistas y que para todos ha dispuesto de muy buenas palabras, pero frente a la histórica oportunidad que la crisis ponía en sus manos para haber llamado, siquiera, la atención sobre la necesidad de reinventar la vida, de un imprescindible cambio de rumbo, prefirió acudir en rescate de la banca y de la industria del automóvil y de cualquier fuga de aire que importune el orden y el mercado.
Cierto es que prometió cerrar el campo de exterminio de Guantánamo, pero ahí siguen, todavía, penando sus culpas a la espera de una justa reparación, los cientos de presos secuestrados a los que ahora se propone repartir por el resto del mundo.
Cierto es que condenó la tortura en los términos más concluyentes, pero concluyente fue, también, cuando desistió de llevar a la justicia a los responsables de la execrable tortura que tanto le había conmovido.
Cierto que habla constantemente de diálogo y de paz, pero no ha dejado de hacer la guerra; que habla de la necesidad de respetar las soberanías ajenas, pero no aclara cuales son las propias; que habla de la urgencia de reconducir sus relaciones con Cuba, pero no levanta el embargo y sigue manteniendo presos a los cinco patriotas cubanos; que habla de respetar la constitucionalidad de cada país, pero su gobierno y sus administrados persisten en alentar golpes de Estado o destituciones y renuncias forzadas, que como eufemismo ni siquiera es original.
Cierto que habla de nuevos tiempos, pero al frente de la administración estadounidense siguen estando viejos conocidos de todos y no, precisamente, para bien.
Obama lleva muchos meses hablando y aún no encuentra el día para hacer.
Por eso yo no creo en Obama. Aunque no le retiro el beneficio de la duda, y ojalá me equivoque, yo no creo en él por la simple razón de que Obama sólo es el presidente de los Estados Unidos, el funcionario que mantienen al frente de la Casa Blanca los que nunca pasan por las urnas pero siempre detentan el poder. Obama sólo es el relacionador público, con rango y sueldo de presidente, de la empresa que tiene asiento detrás del trono. Obama sólo es eso, el hombre del anuncio, y lo seguirá siendo hasta que, si me equivoco, la coherencia lo lleve a la tumba, posiblemente a manos de un perturbado que actuaba solo y al servicio de nadie, o el descrédito lo termine sacando de la Casa Blanca.
El funeral de Michael Jackson
Koldo Campos Sagaseta
Rebelión
Michael Jakson no se perdía detalle de su funeral. Lo seguía por televisión en compañía de su mejor amiga y al mismo tiempo que mil millones de personas en el mundo. Su muerte, si no su mejor creación, estaba resultando su obra más lucrativa, y en el momento más indicado. Las deudas se habían ido acumulando, tanto como los réditos, y los interesados estaban por cobrarlas. Esos cincuenta conciertos programados sólo hubieran servido para conformar por algún tiempo la voracidad de los acreedores y necesitaba algo más contundente, algo que disparara las compras de su música, de sus afiches, de sus vídeos, de toda la industria que se movía alrededor de su imagen. Y la mejor idea que se la había ocurrido era morirse.
Una vez le practicaron la autopsia, se despidió del personal médico con ese paso de baile hacia atrás tan característico en su carrera y, discretamente, abandonó el hospital. Ya en la calle, sólo para evitar ser reconocido, se disfrazó de Michael Jackson y pudo llegar sin problemas hasta casa de Liz.
Allá se encontraba ahora, cómodamente recostado en un sofá, con su mascarilla puesta y un trago en la mano, siguiendo atento por la televisión las evoluciones de su majestuoso y eterno funeral. No faltaba nadie a la cita…bueno, sólo Liz, que roncaba a su lado, y él. Sobraban los demás. Los que le cambiaron la casa por las tablas y la bata del colegio por un grotesco uniforme de astronauta; los que lo convirtieron en estrella cuando aún no sabía quitarse los mocos, los que para sacarlo de la calle lo pusieron a hacer galas nocturnas. Todos lloraban su muerte. El se hubiera conformado con que celebraran su vida.
No lo había hecho pero era consciente de que, a muchos de ellos, si en lugar de fingir su muerte, simplemente, les hubiera llamado para explicarles la delicada situación por la que atravesaba, no habrían respondido. En todo caso, para pedirle más dinero.
Pero ahí estaban ahora, interpretando sus mejores lágrimas y aspavientos, calculando entre sollozos, los beneficios que generaba la muerte de Michael Jackson.
El funeral estaba resultando mucho mejor de lo que él mismo temía aunque seguía prefiriendo Nederland como destino. Estuvo a punto de llamar a su hermana y decírselo pero eso hubiera descubierto su plan y el funeral se habría frustrado. De todas formas, el sepelio resultaba demasiado lento y solemne. Nunca debió pasar por alto, antes de morir, el haberse encargado él, personalmente, de diseñar el espectáculo de su funeral, e imponer su propuesta, tal vez, con una cláusula en su testamento por si llegara el caso, o haber confiado el diseño en alguien que no sospechara nada, que lo tomara como una excentricidad más de quien sólo se quita la mascarilla de la boca para entrarse unas pastillas o un reconstituyente trago.
A su funeral le faltaba color, plasticidad, magia, los tres principales ingredientes de su arte. Y estaban de más buena parte de los artistas congregados. Hasta cantantes impresentables a los que siempre se había ocupado de mantener lo más lejos posible, no tenían el menor empacho en tomar el escenario por asalto, declararse íntimos del muerto y agraviarlo, además, con sus canciones.
-¿Por qué no la apagas ya y te acuestas? –propuso Liz en una de sus vueltas.
Michael no la escuchó. O quizás sí pero no le prestó atención. Ahora las cámaras mostraban las sonrisas cariacontecidas de sus principales acreedores frotándose las manos y Michael no se perdía detalle. Sólo por el placer de verlos palidecer tampoco pensaba perderse su resurrección al día siguiente, cuando develara que todo había sido una mentira, que él no estaba muerto y que pensaba organizar un segundo funeral que en verdad estuviera a su altura, y al que no asistirían los traficantes de almas, los ratones de alcoba, los capitanes garfios, los sombreros grises y los pantalones largos. Si acaso algunos niños con los que compartir este fracaso.
En un principio había pensado confundirse entre la muchedumbre y asistir a su propio funeral como uno más, pero no hubiera soportado encontrarse en una calle con otro Michael Jackson tan bueno como él y prefirió la soledad de la televisión. Ahora lo lamentaba. Seguro que de haber estado entre el público no hubiera tenido que reconocer al grupito de magnates del negocio que sin haber dado jamás un paso o entonado una nota, celebraban gimiendo el auge de las ventas, pero la televisión te los ofrecía en primer plano, uno detrás de otro, hasta con tiempo para un sentido respingo.
Políticos y autoridades locales también se habían sentido en la necesidad de rendir homenaje al cantante fallecido. Michael no daba crédito a lo que veía. ¿Era posible que ese senador y ese otro secretario tuvieran tan poca vergüenza? ¿Y esos periodistas que vivían acechando sus pasos siempre a la espera del menor desliz, que no tenían reparos en tergiversar sus palabras, confundir sus actos, falsificar su vida…qué hacían en su funeral? Algunos fotógrafos hasta se permitían algún que otro sollozo en cada cambio de lente. ¡Ah…Hollywood tampoco podía faltar a la cita, ni el mundo del deporte y sus más laureados íconos!
Michael no pudo más y apagó el televisor. Eran tantos rostros extraños, tantas biografías mentidas, tantos afectos simulados. Mejor seguir el consejo de Liz y descansar un rato. Al día siguiente, cuando todo el mundo todavía estuviera llorando su muerte, ofrecería una multitudinaria rueda de prensa para desmentirla y pondría a cada quien en su lugar.
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