La muerte de Corín
por César Hildebrandt
Ahora resulta que, después de Cervantes, la Corín Tellado era el mayor éxito editorial en lengua castellana.James Joyce es una pulga frente a ella. Celine es un nanoautor. Donoso es microscópico. Cuatrocientos millones de ejemplares vendidos, producto de 4,000 historias fabricadas por esta asturiana al galope, es una cifra de vértigo.Hasta la Unesco tuvo que admitirla en su salón de la fama reconociendo la desmesura marquetera de esta señora fea que escribía historias bonitas que terminaban mejor.Con la Tellado muchas mujeres soñaron, desde las cárceles de sus matrimonios mediocres, las grandes fantasías que las hacían libres en secreto y felices a contramano. Y hubo una época, en América Latina, en que Corín Tellado cumplió las funciones balsámicas que hoy cumplen algunas telenovelas (cuando no son, desde luego, mexicanas; éstas, como se sabe, son venéreas e inmunodepresivas).Pero esta escritora industrial, que parecía escribir en una máquina Singer de su invención, también hizo más pasable la posguerra del estraperlo y del franquismo de todas las miserias. O sea que te tomabas un sorbo de Tellado cada seis horas y hasta el Generalísimo te parecía un hombrón. Si la señora Tellado no hubiese existido, Franco la habría inventado.Porque la señora Tellado vendía un ultramarino de lo más cotizado: la ilusión, el sueño de los amores viajeros en un tiempo de inmovilidad y pocas pesetas, la extravagancia de la libertad en plena escasez de ella, el amor en el epicentro del desamor falangista y godo. Entrabas a una de sus páginas y, de pronto, el mundo desaparecía y sólo veías el castillo de cartón-piedra donde las chicas buenas tenían su recompensa, las arpías su castigo y los hombres honestos, al final, el calzón por el que habían luchado.Claro, eso del calzón era una referencia sólo implícita, una alusión delicadísima, una sutileza desvaída surgida de la censura y de las faldas largas con enaguas y los ganchillos de a centavo para el pelo.Lo que más éxito le dio a Corín Tellado fue su maestría de artesana para los finales, que si no eran plenamente felices por lo menos dejaban abiertas las puertas de la esperanza. Eran finales que, en todo caso, jamás se parecían a los tristes adioses de la vida.No importaba cuántas vicisitudes pudiesen pasar sus protagonistas ni qué separaciones los amenazaran ni qué pasado los quisiera demorar. Al final, el amor se imponía y los sobresaltos se recordaban con sonrisas.
Ahora resulta que, después de Cervantes, la Corín Tellado era el mayor éxito editorial en lengua castellana.James Joyce es una pulga frente a ella. Celine es un nanoautor. Donoso es microscópico. Cuatrocientos millones de ejemplares vendidos, producto de 4,000 historias fabricadas por esta asturiana al galope, es una cifra de vértigo.Hasta la Unesco tuvo que admitirla en su salón de la fama reconociendo la desmesura marquetera de esta señora fea que escribía historias bonitas que terminaban mejor.Con la Tellado muchas mujeres soñaron, desde las cárceles de sus matrimonios mediocres, las grandes fantasías que las hacían libres en secreto y felices a contramano. Y hubo una época, en América Latina, en que Corín Tellado cumplió las funciones balsámicas que hoy cumplen algunas telenovelas (cuando no son, desde luego, mexicanas; éstas, como se sabe, son venéreas e inmunodepresivas).Pero esta escritora industrial, que parecía escribir en una máquina Singer de su invención, también hizo más pasable la posguerra del estraperlo y del franquismo de todas las miserias. O sea que te tomabas un sorbo de Tellado cada seis horas y hasta el Generalísimo te parecía un hombrón. Si la señora Tellado no hubiese existido, Franco la habría inventado.Porque la señora Tellado vendía un ultramarino de lo más cotizado: la ilusión, el sueño de los amores viajeros en un tiempo de inmovilidad y pocas pesetas, la extravagancia de la libertad en plena escasez de ella, el amor en el epicentro del desamor falangista y godo. Entrabas a una de sus páginas y, de pronto, el mundo desaparecía y sólo veías el castillo de cartón-piedra donde las chicas buenas tenían su recompensa, las arpías su castigo y los hombres honestos, al final, el calzón por el que habían luchado.Claro, eso del calzón era una referencia sólo implícita, una alusión delicadísima, una sutileza desvaída surgida de la censura y de las faldas largas con enaguas y los ganchillos de a centavo para el pelo.Lo que más éxito le dio a Corín Tellado fue su maestría de artesana para los finales, que si no eran plenamente felices por lo menos dejaban abiertas las puertas de la esperanza. Eran finales que, en todo caso, jamás se parecían a los tristes adioses de la vida.No importaba cuántas vicisitudes pudiesen pasar sus protagonistas ni qué separaciones los amenazaran ni qué pasado los quisiera demorar. Al final, el amor se imponía y los sobresaltos se recordaban con sonrisas.
Cuando el franquismo se hundió como una Atlántida ibérica, Corín Tellado -nacida María del Socorro Tellado López- siguió escribiendo y aprovechó esos nuevos tiempos para meterle a sus recetas la sazón de un adulterio, el ajo de una barraganía y hasta el culantro de un trío más teórico que real. Curiosamente, sus libros jamás se volvieron a vender como antes. Había pasado de moda. Era como si la libertad no la necesitase. Nada menos que a ella, que se había pasado la vida vendiendo juegos de libertad imaginada. La movida madrileña la tulló.Mario Vargas Llosa viajó hasta Gijón para entrevistarla. El diálogo se produjo a comienzos de los 80 y se difundió en aquel inolvidable programa que el gran novelista tuvo en Panamericana Televisión. Con sus gruesos anteojos de carey, Tellado apareció en las pantallas como una viejita precoz y reseca. Tenía 56 años pero parecía mayor, grandemente mayor, y lo que más sorprendía era la grisura de sus respuestas, su torpeza realista para encarar las ironías, la pequeñez de su vocabulario. Parecía una edición de bolsillo de su propia fama.A estas alturas debo admitir que jamás pude leer de cabo a rabo alguno de sus libros. Normalmente leía las primeras páginas, me aburría soberanamente y me deslizaba hasta el final, donde las luces se encendían y el público aplaudía. Lo poco que sé de su estilo lo aprendí hojeándola en esas ediciones de viaje de Bruguera y leyendo un par de ensayos sobre el fenómeno de masas que significó.Corín Tellado vendía felicidad en resmas pero, sospechosamente, jamás fue feliz. Tuvo un matrimonio accidentado, dos hijos y un divorcio amargo al final del camino. Nunca se volvió a casar y hubo muchos que hicieron una leyenda de su amor por las mujeres. Jamás hablaba de su intimidad. Inventaba la de otras para vengarse. Ayer murió casi olvidada por las nuevas generaciones. Como pasa en la vida real. Como jamás habría pasado en sus novelas.
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