Un enroque, al fin y al cabo
Eduardo Montes de Oca
Eduardo Montes de Oca
Claro que no es lo mismo ser candidato a la jefatura de la Casa Blanca que comandante -perdón: presidente- del Imperio, como hace poco subrayaba, con otras palabras, uno de esos estrategas que la historia se complace en proporcionar a cuentagotas, en un mundo donde proliferan las medianías en cuestiones de política.
La afirmación (de Fidel Castro, sí) nos viene a las mientes por la flagrante contradicción entre la actuación de hoy y las promesas electorales de un hombre, Barack Obama, al que, por cierto, no nos atreveríamos a tildar de embaucador tras haber leído textos suyos como La audacia de la esperanza, donde, amén de una prosa vívida, hace galas de sus convicciones de profesor de Derecho Constitucional, arremetiendo contra una tradición de posiciones extremas en el seno del Congreso y de la sociedad de su país.
Otorguémosle al menos el beneficio de la duda. Consideremos que el flamante mandatario aseguraba de buena fe que, alcanzada la Oficina Oval, retiraría en 16 meses las tropas de Iraq, para acercarse “racionalmente” a la rapidez anhelada por los más entre los ciudadanos norteamericanos tras los escándalos de guerra perdida, torturas en Abu Ghraib y en la base naval de Guantánamo, vuelos secretos de la CIA, miles de millones de dólares invertidos en una contienda que empezó con el pie izquierdo de la mentira -¿recuerdan la histeria por las pretendidas armas apocalípticas de Saddam?- y que ha devenido surrealista, solo por mantenerse.
Ahora, suponiendo que, aparte de buscar el voto, el candidato entendía la perentoria necesidad de pirarse lo más rápidamente posible de aquellos arenales del infierno, ¿por qué entonces, a finales de febrero baja a muchos de su sueño con el anuncio de que nada de 16 meses, sino 19; que el 31 de agosto de 2010 Estados Unidos dará por terminadas las operaciones de combate, y abandonará “completamente” Iraq el 31 de diciembre de 2011, “según lo pactado por George W. Bush y el premier Nuri al Maliki”? ¿Por qué se contradice aún más, al proclamar la permanencia de entre 35 mil y 50 mil de los actuales 152 mil efectivos (sin contar los mercenarios) para “apoyar al Gobierno y las fuerzas de seguridad locales”, en espera de días muy (más) difíciles? ¿Habrá olvidado que, según su propio discurso, el compromiso estadounidense en la vetusta Mesopotamia “nos aparta de las amenazas que debemos afrontar y de las numerosas ocasiones que podríamos aprovechar”, y que “la guerra en Iraq debilita nuestra seguridad, nuestra posición en el mundo, nuestro ejército, nuestra economía”, y agota los recursos “para enfrentar los desafíos del siglo XXI?”. Quizás no lo haya olvidado, no. Tal vez, como observa el colega Gareth Porter, de Le Monde Diplomatique, la decisión dependió en grado sumo de la presión para que la nueva administración conservara en el cargo de secretario de Defensa al conocido halcón Robert Gates. Presión ejercida incluso por los demócratas, “preocupados por la supuesta fragilidad de Obama en cuestiones de seguridad nacional”. Algo que ha incitado a miríadas de observadores a estimar que “en asuntos de política iraquí el dossier pasó de la Casa Blanca al Pentágono”, y que, aun si le disgusta el accionar de Gates, Obama no puede despedirlo. Ergo: se impone esperar que los gerifaltes continúen bregando por la dilatada presencia castrense.
Pero, por favor, no hagamos hagiografías. Por supuesto que Obama dista mucho de ser un santo. Acordémonos de que, en su empeño manifiesto por el repliegue, nunca renunció a dejar en el terreno una fuerza que garantice el entrenamiento de los cipayos iraquíes en aras de los “intereses estratégicos de USA”, y que no ha tenido en cuenta una verdad inobjetable: tras seis años de invasión y ocupación (y son datos de la ONU), en la nación mesoriental hay alrededor de cuatro millones 500 mil desplazados; la disponibilidad de servicios médicos, agua potable, escuelas, trabajo, etcétera, sigue siendo aleatoria; hasta el momento suman entre 800 mil y un millón 300 mil “muertes por exceso”, alrededor de dos millones de viudas de guerra y cinco millones de huérfanos, cerca de un millón de fallecidos “de una u otra manera”….
También el diablo es un ángel… caído A la flamante administración gringa no parece interesarle tampoco que, siempre de acuerdo con la ONU, en 2008 hayan muerto en Afganistán dos mil 118 civiles, incluidos mujeres y niños, drástico aumento de 40 por ciento respecto a los mil 523 registrados el año anterior; ni que la ocupación, el alza de los precios de los productos alimentarios básicos, la sequía pertinaz y la escasa cosecha hayan creado las condiciones para una hambruna que podría afectar a alrededor de ocho millones 400 mil personas.
Como prometió igualmente, Obama ha dispuesto el despliegue de 17 mil soldados adicionales en Afganistán, antes de las elecciones nacionales del 20 de agosto, paso que elevará de manera significativa la actual fuerza, cifrada por algunas fuentes en 56 mil efectivos de la OTAN, de los cuales más de la mitad (36 mil) son estadounidenses; paso que, si atendemos a declaraciones del gobernante, se puede dar precisamente por la reducción de efectivos en Iraq. No en balde a finales de febrero el mundo se enteraba de que el presidente de USA “pedirá al Congreso más de 200 mil millones de dólares para hacer frente a los gastos de guerra que tiene EE.UU. en el próximo año y medio… La petición incluye 75 mil 500 millones en 2009 para poder enviar más tropas a Afganistán”.
Obviando la “vida de santos”, los incautos tendrán que coincidir con un analista en que, primero: la evacuación de los efectivos gringos de Iraq no ocurrirá sin la permanencia (¿por los siglos de los siglos?) de bases militares que coadyuven a garantizar los intereses geopolíticos y económicos del Tío Sam en el Oriente Medio, entre ellos los recursos energéticos; segundo: la estrategia de USA en las conflagraciones combinadas de Iraq y Afganistán semeja un enroque ajedrecístico: retirada gradual de allá en aras del fortalecimiento militar acá. No en balde el comandante de las tropas extranjeras en Afganistán, el general David Mc Kiernan, había solicitado la friolera de 30 mil soldados más. Incluso, a la pregunta del New York Times de que si Norteamérica está ganando en ese país, el presidente respondió sin rodeo alguno: no. Y no andaba descaminado. La resistencia armada a la ocupación gringo-otanista se ha expandido inmensamente en los últimos tiempos. Extensas zonas de las sureñas provincias pobladas por la etnia pastún y áreas tribales de Paquistán -cuyo Gobierno pierde el control de una frontera bombardeada una y otra vez por aviones yanquis, con el resultado de víctimas civiles y el auge del fundamentalismo islámico- están en manos de los talibanes y otros combatientes; entre ellos, los del grupo Hebz e Islami y los seguidores del “señor de la guerra” Gulbuddin Hekmatyar.
Como si no bastara esta situación, las células de los talibanes se multiplican en todas las ciudades importantes de Paquistán, lo que implica el peligro de una guerra más amplia. A estas alturas, casi nadie asegura que el aumento de las tropas estadounidenses haga variar el vaticinio de que la solución de las hostilidades no se encuentra en el terreno militar, y hasta el propio Obama habló de invitar a pláticas a unos presuntos “talibanes moderados”, propuesta rechazada por ese grupo, que niega toda división en sus filas.
Un portavoz de los alzados en el nombre de Alá, como se autoproclaman, precisaba que “la distinción entre moderados y fundamentalistas es ridícula, pues nosotros somos un movimiento unido liderado por el mulá Omar, que siempre ha dicho que el diálogo no será posible hasta la retirada total de las tropas extranjeras”. Tropas a las que los rebeldes cortan las vías de suministros, pulverizan los vehículos en espectaculares sabotajes, roban descaradamente el armamento. Tropas obligadas a presenciar impotentes el férreo cerco de Kabul, la capital, de donde el gabinete títere no atina a salir. Cómo no se mostrarán convencidos de la victoria, los guerrilleros, si desde el inicio de la invasión, en octubre de 2001, hasta el presente, las bajas mortales de soldados norteamericanos frisan las 650, mientras las de los países de la Coalición pasan de 400. Sin duda, los Estados Unidos parecen abocados a padecer la saga de victorias de los afganos contra todo un ringlero de potencias. ¿Despertará el nuevo inquilino de la Casa Blanca, o definitivamente seguirá diciendo y desdiciéndose al compás de la vida? Sí, no es lo mismo ser candidato que… Ya se sabe.
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