A qué llaman unidad
por Antonio Álvarez-Solís
Es inevitable que pudran la política, disgreguen la sociedad y, por tanto, la destruyan como ente orgánico quienes denominan libertad a la sola capacidad para realizar sus maniobras y entienden por Derecho únicamente lo que ampara sus violencias frente a los disidentes. Esos «quienes» acostumbran a violar la libertad y el Derecho en nombre de la unidad que, según ellos, ha de conducir a los pueblos a una existencia mágica, sin ninguna clase de enfrentamientos, salvo aquellos irrelevantes y vicarios con que justifican su escurrida democracia. Son los falsos profetas que, anclados en su inmovilidad y egoísmos, claman contra la renovación de la vida e impiden el cultivo abierto y fructífero de las ideas, en muchas ocasiones en nombre de la paz. Detienen la vida hasta transformarla en un existir deshuesado e inane, en un juego virtual de posibilidades que realmente resultan vacuas. Recuerdan con su retórica al cardenal Richelieu cuando en su majestuoso despacho de amo de Francia reprobaba las manifestaciones de los súbditos hambrientos con la famosa advertencia: «¿Pero no estamos bien así?».
¿A qué llaman unidad los que tejen las constituciones inalterables, promueven las leyes prevaricadoras y deciden la Policía del espíritu como si repartiesen el pan de la paz? Contemplando su gobernación de las cosas uno se pregunta si debemos hablar de unidad refiriéndonos al marco en que todos puedan decidir sus posturas múltiples o hemos de aceptar como unidad aquella situación en que el pueblo queda inmovilizado en las instituciones y es castrado para la creación histórica. ¿Unidad para la creación de vida numerosa o unidad para la protección de los intereses unilaterales con una vida única y dada?
Lo cierto es que la unidad no se expresa en el contenido único de lo que se propone, sino en la habilitación de un mismo marco donde todo puede proponerse. La unidad es un concepto formal referido al marco que facilita todas las posibilidades. Estamos unidos para convenir en paz o para disentir en paz; para atarnos voluntariamente o para separarnos sin que se criminalice a quienes desean separarse. Podemos estar unidos a fin de lograr una desunión materialmente razonable. La unidad es una pura página en blanco sobre la que todos pueden escribir sus ideas. La unidad es el continente y no el contenido. No se consuma en la reducción a uno del contenido ideológico sino que garantiza la posibilidad del contenido como múltiple. Somos unitarios para salvaguardar la diversidad bajo la propuesta de que queremos para que tú quieras: estamos unidos en la voluntad de ser diversos. Por eso agravian a tantos ciudadanos textos como el del artículo segundo de la Constitución de 1978, en el que se afirma con absoluta rotundidad: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». En este artículo la unidad ya no constituye un marco formal capaz de libertades para la diversidad, sino que determina el contenido único respecto a la españolidad de los habitantes del Estado español. Es la Constitución dictada por un pueblo dominante para evitar la libertad máxima, que es la de ser o no español. Estamos, pues, ante un artículo de contenido políticamente excluyente, ya que ampara una situación de unitarismo indisoluble y a la vez paradojal por contradictorio, pues no resulta lícito hablar de nacionalidades sin dar a las mismas toda la dimensión que constituye su perfil implícito, que es la de otra soberanía posible si así lo quieren esos pueblos a los que subyacentemente se les reconoce un origen no español. La contradicción parece patente y, sobre todo, agraviante, ya que sus redactores la originan al distinguir con una conciencia penumbral entre nacionalidades y regiones. ¿Qué constituye la nacionalidad sino un derivado administrativo de nación, que es el sustantivo que debe tenerse en cuenta?
La consecuencia más grave de este unitarismo es que afecta a la raíz misma del ser nacional y, por tanto, deriva en la supresión de la personalidad fundamental de los ciudadanos que rechazan su españolidad. La unidad deja de ser, inevitablemente, un concepto formal que facilita la presencia de todas las posturas para tornarse en imperio de una decisión ideológica. Una serie de ciudadanos regresan de su condición de ciudadanos, según pretende la Constitución, para readquirir la de súbditos, como lo fueron en tiempos de la sangrienta dictadura. Evidentemente, desde esta óptica la unidad se niega a sí misma como plataforma de presencias múltiples para convertirse en arma unidireccional con contenido políticamente operativo y opresor.
Lo anterior abre a su vez una segunda meditación. Se trata ahora de aclarar si la incapacitación de todo un pueblo para decidir sobre sí mismo, mediante la coartada constitucional de la unidad, no produce una ciudadanía de segundo orden o de rasgo colonial. Si esta ciudadanía se ve negada en su esencia nacional, lo históricamente previsible es que ese pueblo se constituya en un foco de rebeldía y enfrentamientos graves, que pueden alcanzar la característica de lucha armada. El error más grave que puede cometerse después es calificar de terroristas a quienes hacen frente a la dominación y fabricar acusaciones derivadas por el elemental mecanismo de la inducción. Con ello se menosprecia a todo un pueblo y se arruina la posibilidad formal de la unidad como plataforma de encuentro para alcanzar la simple pretensión de la paz y la buena relación entre comunidades étnica, histórica o políticamente distintas. Llegados a este punto de violencia, la relación se convierte en imposible y sólo cabe una solución de arbitraje.
También conduce a una tercera reflexión este estado de violencia suscitada por la dominación de quien maneja la sartén constitucional. El estado dominador descalifica a sus propias instituciones con el uso torpe e inmoral que hace de las mismas. Y no sólo las descalifica ante la ciudadanía dominada y crecientemente agraviada por esa opresión cada vez más áspera, sino ante muchos de sus propios ciudadanos que realizan un análisis severo de la situación. Cualquier ciudadano del estado dominador medianamente avisado teme que esas instituciones desmanteladas de moral pública acaben por afectarle a él en cualquier momento y ante cualquier situación. Unas instituciones que son manejadas por el simple motor de un poder temeroso de operar merced a una soberanía razonable son proclives siempre a oprimir a sus propios ciudadanos. El poder corrompido resbala inevitablemente por una pendiente fascista que se acentúa cada vez más. La violencia institucional no sólo se ceba en los oponentes claros a sus pretensiones, sino que acaba por vivir merced a la creación de un enemigo interior que la justifique, muchas veces hallado en el seno de la ciudadanía afecta, que acaba también corrompida. Como escribe Wright Mills en «La élite del poder»: «Puede haber hombres corrompidos en instituciones sanas, pero cuando las instituciones se están corrompiendo muchos de los hombres que viven y trabajan en ellas se corrompen necesariamente». En esta situación estamos. Euskadi se enfrenta a un Estado radicalmente corrompido y a dirigentes que se han corrompido en ese Estado y han corrompido los conceptos éticos y políticos que deberían determinar una recta gobernación. Pero tratan de taparlo todo con conceptos morales debidamente falseados; uno de ellos es el concepto de la unidad como tapadera de la injusticia.
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