Guerra avisada
por Jorge Bruce (*)
El asesinato de cinco policías en la zona de Pumahuasi (ya suman ochenta en los últimos cinco años) debería sacudirnos como una bofetada de esos letargos a los que somos proclives los peruanos. Lo importante es que no se repita lo ocurrido en la guerra contra Sendero Luminoso: caímos en una alucinación negativa –borrado activo de una percepción– colectiva, en particular los habitantes de los centros urbanos más modernos del país. Ante las masacres cotidianas en las zonas altoandinas, reaccionábamos con una indiferencia similar a la que experimentamos cuando nos enteramos de los crímenes en Mumbai. Necesitamos sentir esas muertes como propias, como si fueran las de nuestros familiares: esos uniformados cayeron por defendernos a todos, en lo que el especialista en narcotráfico Jaime Antezana ha llamado “la guerra de la coca”. Lo dijo durante una entrevista que le hice en radio Capital y era claro que no estaba recurriendo a una metáfora, ni al apellido de un periodista para quien la libertad de empresa conculca la de expresión, cuando utilizó la palabra “guerra”. Esta identificación es urgente porque, de lo contrario, estaremos repitiendo el comportamiento que, con esa aparente pasividad que en realidad encubre una insistente pulsión de muerte agazapada, termina avalando el sacrificio y el abandono de compatriotas cuyo destino no nos afecta por esas inequidades que hacen de la nuestra una sociedad tan desvinculada: así se pierden las guerras.
Asimismo, las declaraciones del ministro de Defensa en el Congreso, que critican a quienes levantan la voz para acusar a los militares violadores de derechos humanos, los que supuestamente callan cuando se trata de víctimas de las Fuerzas Armadas, son la peor manera de enfrentar una situación tan grave. En vez de buscar chivos expiatorios –Aprodeh, para nombrar las obsesiones ministeriales– las autoridades deberían asumir el liderazgo que nos una ante una amenaza acaso más terrible que la de Sendero. Después de todo, ese grupo podía causar los daños inmensos que sabemos, pero no infiltrar ni corromper a las élites del país. Cosa que siempre hace el narcotráfico que, para colmo de males, se ha aliado con los remanentes del terrorismo (es como si Sendero trabajara con Montesinos). No solo es ruin y peligroso designar depositarios imaginarios para los afectos de dolor y rabia que engendran pérdidas como esta, es ineficaz. El principal enemigo es el narcoterrorismo. Es contra ellos que debemos indignarnos y defendernos, juntos. Son ellos los asesinos, no las ONG, los sindicatos o algún otro trasnochado fantasma ideológico que distorsiona el juicio y hace perder tiempo valioso. Pero el otro enemigo, me temo, somos nosotros mismos, incapaces de conducirnos como una colectividad organizada en torno a una visión compartida del bien común, lo cual nos hace tanto más vulnerables, en la ruta pavimentada de cadáveres de México o Colombia. Hacia allá vamos.
Permítanme terminar este primer artículo agradeciendo la hospitalidad de este diario y celebrando la aventura extraordinaria que vivimos en Perú.21, cuando Augusto Álvarez Rodrich capitaneaba ese bajel pirata al que bien podría haberse llamado por su bravura El Temible.
(*) Diario la República
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