Koldo Campos Sagaseta
Y que trasladada a la azotea del edificio más alto de la ciudad, pueda esa bacinilla perpetrar, con premeditación y alevosía, el feliz accidente de desplomarse en caída libre sobre la acera en el preciso momento en que pase caminando Mario Vargas Llosa, para abrazarme a su persona con toda la desenfrenada pasión que siempre he sentido por él y devolverle en especie todas las náuseas pendientes.
Y que inmovilizado por el impacto y en medio de la acera, quede el detrítico emborronador español, bien remozado en aguas residuales, con la bacinilla por montera, goteando eternamente sus pestíferos y, ahora “nobeles” contenidos.
Y así, vea pasar y detenerse sobre su infeliz memoria a todos los perros de la ciudad, levando ancas y prodigando más húmedos homenajes.
Y que el fecal agasajo congregue también a todas las palomas de la región, equivocándose encima del engendro, y que al jubiloso exabrupto se sumen los gorriones, los gatos y las hormigas, y que hasta los chivos organicen su escatológica fiesta sobre tanta ilustrada infamia.
Y que también Pantaleón y las visitadoras y la tía Julia acudan al festivo convite para depositar sobre el impresentable todas las adhesiones disponibles.
Y que cuando ya nadie dotado de intestino quede en la ciudad sin haber rendido pleitesía al más canalla de todos los plumíferos, finalmente, entre el unánime aplauso de los vecinos, llegue ululando la Cruz Roja , la Cruz Verde , los bomberos, cuatro días más tarde, y puedan recoger los camilleros con amorosa delicadeza la heroica bacinilla poniéndola a buen recaudo, mientras el personal de limpieza, manguera en mano, disuelve la excrementosa realidad hasta hacerla desaparecer por alguna sufrida alcantarilla.
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