Los retos en el despliegue de la identidad política chavista
Chávez somos (casi) todos
En un momento de sus conversaciones con Ignacio Ramonet, plasmadas en el imprescindible libro Mi primera vida, Hugo Chávez denuncia que las élites tradicionales “santificaron a Bolívar” para “despolitizarlo”. En una notable paradoja histórica, el ‘mito Chávez’ enfrenta hoy una tesitura similar. La elevación de la figura del Comandante por encima de la disputa política, ya sea por la hipócrita condescendencia a posteriori o por una sincera nostalgia militante, puede contribuir a convertirlo en un ‘transversal ideológico’: un referente central en la cultura política venezolana, que ya no suscita choques y que es un consenso conjugado en pasado pero de poco impacto político en el presente. Tras su fallecimiento, la figura de Chávez es tan sólo abiertamente rechazado por la minoría que aún sueña con volver, pacíficamente o no, al país anterior a la irrupción de masas en el Estado. Cuando estos sectores acusan a la revolución bolivariana de polarización la están acusando de politizar la pobreza y la exclusión, esto es: volverlas un asunto público, discutible y solucionable, en lugar de un dolor sordo y privado.
Desde Maquiavelo sabemos que la política, toda política, es una tensión variable entre consenso y conflicto. En la política revolucionaria dos riesgos paralelos son la marginalidad, con tanto contenido de cambio como nula capacidad de seducción, como la absoluta integración en el orden existente, convirtiéndose en un referente tan amplio como tendencialmente vacío, incapaz de producir transformaciones. Un 4 de febrero 1992, Chávez irrumpió en la vida de los venezolanos siendo conflictividad pura, impugnación frontal y pública del orden existente. Un parteaguas en una lenta descomposición moral, política y social del régimen de la IV República y sus sectores dirigentes. Ese gesto se convirtió en un símbolo en torno al cual se fueron vinculando demandas insatisfechas de diferentes sectores sociales, que con Chávez como catalizador fueron pasando de fragmentos a componentes de un pueblo en gestación. Catorce años de revolución bolivariana fueron decantando ese nombre propio como una forma para llamar en conjunto a los más desfavorecidos. Su condición de frontera radical en el escenario político venezolano permitió a Chávez ser un nombre y una superficie de inscripción para un conjunto heterogéneo de posiciones sociales y aspiraciones, no reductibles a ninguno de los marcos ideológicos existentes previamente. Ese campo popular está cohesionado por fechas y símbolos, emociones, descripciones compartidas de la realidad, valores y un horizonte común de país, que permiten hablar de una identidad política que, como venimos sosteniendo, no sólo es mayoritaria sino también relativamente hegemónica: el chavismo.
El éxito discursivo fundamental del chavismo fue impugnar las diferencias entre los partidos tradicionales y erigir una nueva frontera que ordenó las lealtades de la sociedad venezolana, convirtiendo a la minoría privilegiada en minoría política y a las mayorías desposeídas en un proyecto de construcción de ‘pueblo’ que reclamaba la representación del conjunto de la comunidad. Chávez asumió, con gran desgaste vital, encarnar esa frontera, ser el eje principal sobre el que pivotasen las afinidades y diferencias en el país, conformando una voluntad nacional-popular con orientación socialista. Tras su fallecimiento, sus adversarios, que fueron incapaces de superar esa ordenación que los relegaba a una posición subalterna, aspiran a borrar esa frontera convirtiendo a Chávez en un bello recuerdo histórico y al chavismo en el acto no político de añorar a una persona, sin implicación alguna en las lealtades políticas actuales; cortocircuitar la conexión entre la identificación afectiva con Chávez y la adhesión al proyecto de país que defendía. Es clave la gestión discursiva de esa frontera en la actualidad: el chavismo es tendencialmente para (casi) todos pero no es cualquier cosa ni en él cabe cualquier contenido. Resulta fundamental construir con cuidado su ‘afuera’ y manejar con flexibilidad el juego inclusión-exclusión, seduciendo en lo inmediato al mismo tiempo que desplegando pedagogía política que labre las posiciones del futuro.
La maniobra de despolitizar a Chávez y dispersar el chavismo, de una oposición deseosa de dejar de ser ‘antichavista’, cuenta a su favor con el paso del tiempo y la extrema juventud de la pirámide demográfica venezolana. En frente debiera tener el proceso de articulación de una cultura y una narrativa del chavismo que siga emocionando en futuro y no sólo en pasado, que siga produciendo un horizonte común de país, que recupere la conducción intelectual y moral para los revolucionarios. La eficacia en la Nueva Gestión Pública Socialista y la construcción institucional son condiciones sine qua non para fortificar las posiciones avanzadas en una década y media de transición estatal. Pero estos éxitos no aseguran necesariamente la adhesión mayoritaria de la sociedad, que no puede confundirse con la conquista puntual de victorias electorales.
Para ello hay al menos tres tareas de gran envergadura: La formación de la siguiente ola de intelectuales –gestores; la fragua de una nueva épica que nutra a las generaciones que no han vivido los hitos históricos que estructuran y cohesionan el relato chavista ni tampoco el pasado oneroso frente al cual la revolución es ‘lo nuevo’; y el trabajo en el estudio, la discusión, sistematización y desarrollo del chavismo, no como un viejo y querido álbum de fotos, ni tampoco como un conjunto de dogmas –recordemos al Marx de “yo nunca sería marxista”-, sino como los lazos y elementos que han articulado un sujeto político que desafió el ‘fin de la historia’ y, a contrapelo de la evolución internacional, rescató la política como el arte de tomar las riendas del destino común por parte de los que no se tienen más que a sí mismos.
Venezuela lleva una década y media inmersa en un proceso de sentido socialista en condiciones de plena libertad y expandiendo la soberanía popular. Su evolución le ha llevado a experiencias y avances históricamente inéditos, pero uno de los precios que paga por su audacia es el de enfrentarse a retos y contradicciones para los que no hay apenas referentes históricos y muy pocas pistas teóricas. Pero sí la certeza de que la política y la disputa nunca se terminan, que siempre habrá que seducir y construir, en la tensión creadora que advierte Boaventura de Sousa Santos: “Socialismo es democracia sin fin”.
Íñigo Errejón es Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid.
Desde Maquiavelo sabemos que la política, toda política, es una tensión variable entre consenso y conflicto. En la política revolucionaria dos riesgos paralelos son la marginalidad, con tanto contenido de cambio como nula capacidad de seducción, como la absoluta integración en el orden existente, convirtiéndose en un referente tan amplio como tendencialmente vacío, incapaz de producir transformaciones. Un 4 de febrero 1992, Chávez irrumpió en la vida de los venezolanos siendo conflictividad pura, impugnación frontal y pública del orden existente. Un parteaguas en una lenta descomposición moral, política y social del régimen de la IV República y sus sectores dirigentes. Ese gesto se convirtió en un símbolo en torno al cual se fueron vinculando demandas insatisfechas de diferentes sectores sociales, que con Chávez como catalizador fueron pasando de fragmentos a componentes de un pueblo en gestación. Catorce años de revolución bolivariana fueron decantando ese nombre propio como una forma para llamar en conjunto a los más desfavorecidos. Su condición de frontera radical en el escenario político venezolano permitió a Chávez ser un nombre y una superficie de inscripción para un conjunto heterogéneo de posiciones sociales y aspiraciones, no reductibles a ninguno de los marcos ideológicos existentes previamente. Ese campo popular está cohesionado por fechas y símbolos, emociones, descripciones compartidas de la realidad, valores y un horizonte común de país, que permiten hablar de una identidad política que, como venimos sosteniendo, no sólo es mayoritaria sino también relativamente hegemónica: el chavismo.
El éxito discursivo fundamental del chavismo fue impugnar las diferencias entre los partidos tradicionales y erigir una nueva frontera que ordenó las lealtades de la sociedad venezolana, convirtiendo a la minoría privilegiada en minoría política y a las mayorías desposeídas en un proyecto de construcción de ‘pueblo’ que reclamaba la representación del conjunto de la comunidad. Chávez asumió, con gran desgaste vital, encarnar esa frontera, ser el eje principal sobre el que pivotasen las afinidades y diferencias en el país, conformando una voluntad nacional-popular con orientación socialista. Tras su fallecimiento, sus adversarios, que fueron incapaces de superar esa ordenación que los relegaba a una posición subalterna, aspiran a borrar esa frontera convirtiendo a Chávez en un bello recuerdo histórico y al chavismo en el acto no político de añorar a una persona, sin implicación alguna en las lealtades políticas actuales; cortocircuitar la conexión entre la identificación afectiva con Chávez y la adhesión al proyecto de país que defendía. Es clave la gestión discursiva de esa frontera en la actualidad: el chavismo es tendencialmente para (casi) todos pero no es cualquier cosa ni en él cabe cualquier contenido. Resulta fundamental construir con cuidado su ‘afuera’ y manejar con flexibilidad el juego inclusión-exclusión, seduciendo en lo inmediato al mismo tiempo que desplegando pedagogía política que labre las posiciones del futuro.
La maniobra de despolitizar a Chávez y dispersar el chavismo, de una oposición deseosa de dejar de ser ‘antichavista’, cuenta a su favor con el paso del tiempo y la extrema juventud de la pirámide demográfica venezolana. En frente debiera tener el proceso de articulación de una cultura y una narrativa del chavismo que siga emocionando en futuro y no sólo en pasado, que siga produciendo un horizonte común de país, que recupere la conducción intelectual y moral para los revolucionarios. La eficacia en la Nueva Gestión Pública Socialista y la construcción institucional son condiciones sine qua non para fortificar las posiciones avanzadas en una década y media de transición estatal. Pero estos éxitos no aseguran necesariamente la adhesión mayoritaria de la sociedad, que no puede confundirse con la conquista puntual de victorias electorales.
Para ello hay al menos tres tareas de gran envergadura: La formación de la siguiente ola de intelectuales –gestores; la fragua de una nueva épica que nutra a las generaciones que no han vivido los hitos históricos que estructuran y cohesionan el relato chavista ni tampoco el pasado oneroso frente al cual la revolución es ‘lo nuevo’; y el trabajo en el estudio, la discusión, sistematización y desarrollo del chavismo, no como un viejo y querido álbum de fotos, ni tampoco como un conjunto de dogmas –recordemos al Marx de “yo nunca sería marxista”-, sino como los lazos y elementos que han articulado un sujeto político que desafió el ‘fin de la historia’ y, a contrapelo de la evolución internacional, rescató la política como el arte de tomar las riendas del destino común por parte de los que no se tienen más que a sí mismos.
Venezuela lleva una década y media inmersa en un proceso de sentido socialista en condiciones de plena libertad y expandiendo la soberanía popular. Su evolución le ha llevado a experiencias y avances históricamente inéditos, pero uno de los precios que paga por su audacia es el de enfrentarse a retos y contradicciones para los que no hay apenas referentes históricos y muy pocas pistas teóricas. Pero sí la certeza de que la política y la disputa nunca se terminan, que siempre habrá que seducir y construir, en la tensión creadora que advierte Boaventura de Sousa Santos: “Socialismo es democracia sin fin”.
Íñigo Errejón es Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario