El famoso físico escocés James Maxwell, en un experimento imaginario (1867), consideró dos recipientes contiguos, A y B, llenos con el mismo gas, con un agujero comunicante entre ellos. Ese agujero tiene una tapa que un “demonio” puede subir y bajar. El hipotético demonio de Maxell impide que la temperatura de ambos recipientes se iguale por la comunicación entre ambos recipientes, porque solo deja pasar moléculas en un sentido. Por tanto la diferencia de temperaturas aumenta.
En alguna ocasión ese experimento hipotético se ha querido usar para justificar la prohibición de la emigración. Personas de bajos ingresos, en países empobrecidos e inequitativos, que quieren acceder a los altos niveles de consumo de energía y materias de los países ricos, se ven obligados a emigrar en forma irregular. Se ahogan en sus embarcaciones en el Mediterráneo o en el Atlántico, perecen en los desiertos de Arizona, son estafados, cuando no asesinados, por “coyotes” o policías. Estos no son “demonios” imaginarios; existen y tratan de impedir a toda costa la igualación de los niveles de vida. Mientras tanto, turistas y empresarios de los países ricos, con pasaportes de primera, se cuelan por todas las fronteras, que se abren sin restricciones a su paso.
La globalización permite la libre movilidad de bienes, servicios y capitales, pero restringe la movilidad de los seres humanos. En pleno siglo XXI, las mercancías y los capitales no tienen barreras, mientras se levantan muros -incluso físicos, como el de la frontera entre México y Estados Unidos- para restringir la movilidad de la gente. Arizona ha ido más lejos: en abril de 2010, los republicanos aprobaron una ley discriminatoria en contra de los inmigrantes, la SB 10-70.
No existen seres humanos “ilegales”. Lo que existe son prácticas ilegítimas e inmorales de exclusión y explotación. Mientras haya personas consideradas ilegales, y mientras los derechos humanos sean valores asignados según el lugar de procedencia o la nacionalidad de las personas, la globalización del capital seguirá profundizando las desigualdades entre seres humanos.
En alguna ocasión ese experimento hipotético se ha querido usar para justificar la prohibición de la emigración. Personas de bajos ingresos, en países empobrecidos e inequitativos, que quieren acceder a los altos niveles de consumo de energía y materias de los países ricos, se ven obligados a emigrar en forma irregular. Se ahogan en sus embarcaciones en el Mediterráneo o en el Atlántico, perecen en los desiertos de Arizona, son estafados, cuando no asesinados, por “coyotes” o policías. Estos no son “demonios” imaginarios; existen y tratan de impedir a toda costa la igualación de los niveles de vida. Mientras tanto, turistas y empresarios de los países ricos, con pasaportes de primera, se cuelan por todas las fronteras, que se abren sin restricciones a su paso.
La globalización permite la libre movilidad de bienes, servicios y capitales, pero restringe la movilidad de los seres humanos. En pleno siglo XXI, las mercancías y los capitales no tienen barreras, mientras se levantan muros -incluso físicos, como el de la frontera entre México y Estados Unidos- para restringir la movilidad de la gente. Arizona ha ido más lejos: en abril de 2010, los republicanos aprobaron una ley discriminatoria en contra de los inmigrantes, la SB 10-70.
No existen seres humanos “ilegales”. Lo que existe son prácticas ilegítimas e inmorales de exclusión y explotación. Mientras haya personas consideradas ilegales, y mientras los derechos humanos sean valores asignados según el lugar de procedencia o la nacionalidad de las personas, la globalización del capital seguirá profundizando las desigualdades entre seres humanos.
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