¿Qué hay detrás de la “crisis griega”? Para una gestión de la crisis al servicio de la ciudadanía necesitamos otra Europa
Izquierda Anticapitalista
Estos días asistimos a un espectáculo mediático y financiero de gran magnitud: turbulencias en los mercados financieros europeos, chantajes de las agencias de calificación de riesgo y rumores continuos sobre la quiebra de Grecia y su posible impacto sobre otros países de la UE. En este contexto, las potencias europeas no hacen más que evidenciar sus desacuerdos sobre cómo afrontar la situación, dejando patente su incapacidad de hacerlo con agilidad. Las diferencias entre la propuesta alemana y la del Banco Central Europeo (apoyada, entre otros, por el gobierno español), empeoran la crítica situación de la deuda griega que, habiendo sido ya calificada como muy peligrosa por las agencias de calificación, se enfrenta ahora a la incertidumbre de su destino (¿se reestructurará? ¿bajo qué condiciones?). Esta situación es la que ha desencadenado la llamada “crisis del euro”, no sólo por el “peligro griego”, sino porque ha influido en el deterioro acelerado del valor de mercado de las deudas de otros países de la periferia europea. La prima de riesgo de las deudas de estos países se ha disparado una vez que las agencias de calificación, al servicio del sistema financiero privado, han interpretado que la situación de la economía griega es equiparable a una suspensión de pagos (default) y advierten de un posible contagio. El fracaso que supone el impás en que se halla Grecia y el contagio a otros países demuestran que la UE no está en condiciones de solucionar la cuestión. Y si no es capaz de “rescatar” a un país pequeño económicamente como Grecia, menos aún lo podrá hacer con países de la envergadura de Italia o del Estado español.Cómo se gestó la crisis de la deuda griega
Hay que empezar recordando que no son los gastos públicos del país (y mucho menos los de carácter social) lo que ha alimentado la gran deuda pública a la que ahora se enfrenta Grecia. Este país no se caracteriza por un sólido Estado del bienestar, presunto consumidor de enormes recursos públicos, y por tanto culpable de la gran deuda acumulada. El fraude y lo regresivo de su sistema fiscal (en 2010 sólo 15.000 personas griegas sobre una población de 11 millones declararon ingresar más de 100.000 euros al año), así como la importancia de la actividad económica no declarada (en torno a un tercio de la total), son los elementos claves que explican la incapacidad del Estado griego para obtener los recursos que necesita y su consiguiente necesidad de endeudarse.
Sobre lo que ya era un volumen de deuda considerable, hay que añadir el impacto sobre el nivel de endeudamiento griego de las dificultades que sufre el país para colocar su deuda en los mercados internacionales (es decir, los elevados tipos de interés que tiene que ofrecer a los compradores). Los altos intereses impiden que el pago realizado se traduzca en una reducción equivalente del principal adeudado, ya que gran parte es destinada al pago de los intereses. Recordemos que los tipos de interés que ha de pagar Grecia se incrementaron tras el descubrimiento de que el gobierno conservador, con la colaboración de Goldman Sachs, venía trucando las cuentas del país y ofreciendo datos de endeudamiento falsos. El banco estadounidense cobró 800 millones de euros por los servicios prestados.
Por último, hay que tener en cuenta que uno de los principales destinos a los que dedicaron los bancos europeos (sobre todo alemanes y franceses) los recursos públicos que recibieron en la primera fase de la crisis financiera (2007-2009) fue a prestar dinero a los países de la periferia europea que, como Grecia, lo necesitaban. En esos años, el dinero público de rescates y créditos subvencionados fue utilizado por los bancos para prestar a Grecia, Irlanda, Portugal y España, a unos tipos de interés elevados. Ese negocio, que parecía redondo, y por el que los bancos han estado obteniendo desde 2007 impresionantes beneficios, es el que ahora parece peligrar: la devolución de los créditos -tanto el principal como los altos intereses- es valorada como no absolutamente segura por las agencias de calificación en casos como ahora el griego. Hay que destacar que no es descartable que países como España, Italia, Portugal e incluso Bélgica, puedan verse arrastrados en una espiral similar. Pero si los bancos se arriesgaron es porque sabían (y no se equivocaron) que el negocio seguiría siendo redondo en cualquiera de los escenarios posibles. Ante la posibilidad de una suspensión de pagos en una economía del área euro, las instituciones europeas e incluso el FMI acudirían en su rescate. Es importante entender al rescate de quién: no de las economías endeudadas sino, como vemos, al de los bancos que se enriquecieron mediante préstamos abusivos.
Qué supondría el default griego
En realidad el gobierno de Alemania, como tantos otros, ya había asumido la imposibilidad de la devolución de la totalidad de la deuda pública griega (cumpliendo condiciones y plazos). De hecho, la visión mayoritaria entre los analistas es que un impago es inevitable dada la insostenibilidad de la deuda Griega y que la única cuestión es cómo se va a gestionar este impago dentro el marco de la actual arquitectura del euro. La propuesta alemana para este segundo rescate planteaba permitir que la mitad de la deuda, cuyos plazos de vencimiento se agotaban y no parecían poder pagarse, pudiera canjearse por bonos a largo plazo. Como contrapartida, Grecia debía asumir la elevación del tipo de interés y la imposición de un programa de austeridad que incluye un gran paquete de privatizaciones. Un rasgo clave de la propuesta era la implicación de los bancos privados, que tendrían que colaborar en esta refinanciación a Grecia.
Con esa declaración de voluntariedad los bancos privados y los gobernantes franceses y alemanes tratarían de conseguir lo siguiente:
• Dar la imagen de que hay un respaldo a la economía griega, y con ella, a una pieza integrante de la eurozona, afianzando al euro, ya demasiado en entredicho.
• La no declaración de suspensión de pagos (default) del Estado griego. De tal manera que no se activarían los Credit Default Swaps (seguros ante el impago de la deuda), mayormente en manos de grandes entidades financieras estadounidenses, y que tienen una dimensión enorme difícil de estimar, impidiendo, por el momento, una crisis financiera mundial.
• Comportaría una formidable socialización de las deudas, con lo que los bancos privados franceses y alemanes cobrarían, más lentamente pero de manera efectiva, y se traspasaría al erario público -el BCE, a través de lo que aportaría del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF)-. Los bancos se encontrarían a salvo, con un impacto aliviado, y el sacrificio lo pagarían tanto la ciudadanía europea como los y las trabajadoras griegas.
Hay que destacar que mientras que a Alemania no le parecía indispensable tener que evitar un default rating de las agencias crediticias, Francia tenía la prioridad de evitar a toda costa que eso ocurriera. Teniendo en cuenta que los bancos franceses son los principales acreedores del Estado griego, es comprensible su interés en apaciguar a las agencias y evitar el default. Sin embargo, la propuesta francesa murió por sí sola el lunes pasado, cuando S&P declaró públicamente que, de seguir por ese camino, ellos darían un rating de default a Grecia.
La calificación de default supone que todos esos bonos griegos en manos de acreedores (aseguradoras, fondos de pensiones, bancos europeos -también griegos-, el BCE, etc.), que en la actualidad están siendo valorados según su valor nominal y no según su valor de mercado, que es mucho menor, pasarían automáticamente a ser valorados a un precio incluso inferior al de mercado. Esta enorme pérdida del valor de la deuda supondría automáticamente pérdidas en el sector bancario que es, fundamentalmente, quien posee la deuda, reduciendo el ratio de solvencia (capital ratio) de las entidades y obligándolas a recapitalizarse.
Un default en Grecia ocasionaría problemas financieros importantes. Los mercados esperarían inevitablemente a que también acabe habiendo default en Portugal e Irlanda. ¿Quien le va a explicar a los irlandeses y portugueses que tienen que pagar el 100% de su deuda y los griegos no? A pesar de las declaraciones de la troika de que el compromiso de los gobiernos de Portugal e Irlanda con la implementación de sus programas de ajuste están siendo todo un éxito, la realidad es que los tipos de interés sobre su deuda pública han continuado aumentando, manteniéndose en niveles que hacen impensable concebir que estos países puedan volver a financiarse próximamente en los mercados de capital privado. Un default en uno o más países de la zona euro significaría el fracaso de la disciplina impuesta por el Pacto del Euro. ¿A quién van a convencer de que hay que ajustarse al Pacto de Estabilidad cuando a otros que no lo hicieron les permitieron suspender pagos?
El verdadero problema: una UE al servicio de los acreedores
La explosión de la crisis de la deuda griega, la situación de permanente chantaje mediante la cual los mercados financieros mantienen a Estados como España, Italia o Portugal al borde del abismo financiero, así como la enorme debilidad institucional que está demostrando la UE a la hora de gestionar situaciones de crisis, explicita la verdadera naturaleza del proyecto europeo. Una UE diseñada para beneficiar al capital, sobre todo financiero, e incapaz de cohesionar la región a partir de bases económicas y sociales convergentes. Un euro muy eficaz para imponer la disciplina fiscal y el ajuste salarial pero que ignora las importantes diferencias económicas entre las regiones europeas, por lo que es inválido para lograr cierta homogeneidad (ni siquiera financiera) entre los países de la Unión. Unas instituciones competentes para despojar a los Estados de su capacidad de intervenir sobre aspectos de política económica fundamentales, pero que tampoco diseña políticas económicas coordinadas y eficaces a escala europea.
Una UE como la que conocemos, constreñida por el Pacto del Euro y al servicio de los intereses de los bancos, no va a permitir que los países europeos salgan de la crisis. Ni Grecia ni el Estado español podrán hacerlo si se insiste en seguir aplicando las mismas medidas. En primer lugar, porque los países del euro ya no tienen capacidad para devaluar sus monedas, lo cual les facilitaría vender de forma más ventajosa sus productos en el extranjero y de esta forma contribuir a la reactivación de la actividad económica y el empleo. Sobre este aspecto, es interesante analizar las distintas trayectorias de países como Suecia y Noruega (que han utilizado la devaluación) frente a Finlandia (que no ha podido hacerlo).
En segundo lugar, los acuerdos de la UE impiden operar una política fiscal expansiva (incremento potente del gasto público) que tan necesaria sería en esta situación. Los objetivos institucionalmente comprometidos de déficit y deuda pública, en un contexto de consenso generalizado sobre los recortes de impuestos, suponen un corsé muy severo para la realización de gastos públicos. Así, a pesar de la urgencia de una fuerte intervención estatal al servicio de la creación de empleo y la transformación del modelo productivo con criterios de utilidad social y sostenibilidad ambiental, el “remedio” que nos llega de las instituciones europeas son recortes sistemáticos del gasto público.
Por último, tanto los bancos centrales de los países de la Unión como el BCE carecen de potestad para incidir de forma efectiva sobre la emisión de dinero y su precio (los tipos de interés). Ahora sería necesaria la aplicación de una política monetaria, con un BCE que asumiera sus responsabilidades para con la ciudadanía y que dejara de actuar como representante de los acreedores (bancos y otros agentes que poseen deuda). Cuando los Estados lo necesitan, como ahora el griego, el BCE debería comprar su deuda pública, en vez de financiar a los bancos privados para que lo hagan a un coste mucho mayor (tipos de interés más altos) y enriqueciéndose con la operación. Lo que un banco central responsable debe garantizar no es la alta rentabilidad de los activos financieros (como la deuda pública), sino el establecimiento de condiciones monetarias y financieras que colaboren en la reactivación de la actividad económica y la generación de empleo. Y ambos objetivos, particularmente en coyunturas como la actual, son incompatibles.
Hacia una Europa social y democrática
La Unión Europea, con sus planes de rescate, con el Pacto del Euro como esquema general, conduce a la propia zona euro al abismo. Con su política de austeridad encierra en una espiral depresiva sobre todo a aquellos países periféricos a los que se les exige unas condiciones draconianas. Si ahora es Grecia la pieza más frágil, pronto seguirán otros países cada vez más exhaustos por las condiciones regresivas de esta Europa.
Pero no podemos olvidar que existe la posibilidad de desarrollar políticas europeas solidarias, fundadas en un régimen fiscal armonizado, progresivo y directo y un presupuesto público muy superior al actual (que no supera el 0,7% del PIB); un modelo laboral y de derechos sociales convergente al alza; un sistema de compensación y solidaridad social e interterritorial que contrarreste la desigualdad capitalista que le acompaña; así como un plan de inversión y cooperación internacional reactivador, social y ecológicamente avanzado y sostenible. La Unión Europea apuesta por un modelo de concentración de privilegios y beneficios para la gran banca y las grandes corporaciones industriales y energéticas, sacrificando a los y las trabajadoras, y destruyendo una parte del tejido productivo menos rentable. Pero esa no es la única opción existente.
Es preciso luchar por Otra Europa, con un esquema de políticas redistributivas, solidarias e integradoras que hagan pagar a los capitalistas su crisis. Es necesario luchar por un modelo de Europa en el que los financieros no puedan seguir chantajeando a gobiernos y parlamentos y empleando como títeres a las instituciones europeas para presionar a los Estados miembros.
Un primer paso: por una Auditoría Ciudadana de las Deudas
Pero mientras ese puede ser un proyecto por el que luchar, ante el giro a la derecha en Europa y el secuestro antidemocrático de las instituciones europeas por las oligarquías financieras, es conveniente encontrar un espacio para abrir brecha a favor de políticas progresistas y rupturistas.
Una primera campaña debiera ser el desarrollo de una Auditoría Ciudadana de las Deudas en la que se aclarase quiénes son los acreedores, el peso de la deuda pública y privada, cómo se contrajo esa deuda, sus condiciones de pago y plazos, la legitimidad de la misma, así como los usos de esta financiación. Esa campaña perseguiría la transparencia en las cuentas y dimensionaría la situación abordando la principal losa que ahora atenaza a la economía y la sociedad: el brutal endeudamiento general, especialmente privado. Ese ejercicio pedagógico permitiría a la mayoría social entender no sólo el por qué de este obstáculo, sino también arrojaría luz sobre las posibles soluciones.
Se observaría cómo se escogió promocionar el endeudamiento del sector público frente a la opción de financiarse con una fiscalidad justa sobre las rentas del capital. Veríamos entonces que gran parte de los acreedores han actuado con un sin fin de privilegios y ventajas. Se vería como esta política monetaria, especialmente desfavorable para los países periféricos, abocó a una política financiera, en un contexto de regulación flexibilizadora políticamente dirigido, totalmente laxa e irresponsable. Una política financiera concebida para estimular la demanda interna promoviendo el endeudamiento de los particulares y no redistribuyendo la riqueza aumentando los salarios y reforzando los servicios y la inversión públicos. En fin, una política regresiva que concedía préstamos y créditos con garantías y avales que hacían recaer todo el riesgo de las operaciones en los endeudados.
Es prioritario exigir una fuerte quita sobre las deudas. Primero la deuda pública contraída o empleada ilegítimamente. A continuación, una fuerte regulación sobre la deuda privada para establecer ponderadamente el sacrificio para responder a dichas situaciones. En este capítulo entrará una regulación sobre las deudas entre el sector público y el privado o viceversa, o entre empresas. Pero también en el capítulo hipotecario, no sólo con la reclamación de la dación en pago, sino también mediante una regulación fiscal fuerte sobre las viviendas vacías y en desuso, una expropiación de las no debidamente mantenidas o adaptadas ecológicamente a un modelo urbano sostenible, o la constitución de un parque público de alquiler, y la regulación de un derecho universal al usufructo de un lugar de residencia en régimen de alquiler socialmente asumible en base a una proporción de los ingresos personales y un mínimo exento.
¿Otra UE es posible?
La UE tal y como la conocemos, institucionalizada mediante la moneda única y el Pacto del Euro, multiplica los efectos de los fundamentos económicos que han llevado a la crisis e impiden una gestión eficaz y socialmente justa de la misma. Son estos últimos los que deben alterarse profundamente en una orientación radicalmente distinta. No es en sí mismo el Euro el que causa la crisis, sino su vehículo. No se trata de salirse, pero tampoco conviene estar a toda costa dentro de su marco.. Es necesario construir Otra Europa. Este proyecto alternativo debiera ser emprendido de manera internacionalista, con cuantos más miembros mejor. No es la opción de permanecer o salirse del euro la primera pregunta a contestar. Hay numerosos países que están fuera de la eurozona, pero dentro de la UE, y también padecen las mismas circunstancias depresivas. El recurso a la política monetaria y fiscal, así como la posibilidad de devaluar (posibilidades con las que contaría un país que se saliera del euro), no impediría un empobrecimiento severo de la población que, para un solo país, sería francamente adverso. Además, también sería necesario desarrollar una política de control de capitales, atajar la evasión de los mismos y establecer medidas proteccionistas transitorias. Pero medidas de este tipo sólo serán socialmente sostenibles si se aplican simultáneamente en varios países, capaces en su conjunto de resistir los embates del aislamiento financiero y comercial, y con una envergadura mínima para iniciar un desarrollo endógeno que, para ser viable y justo, debe ser redistributivo y contar una participación ciudadana radicalmente democrática en su diseño.
Islandia nos ha mostrado un paso ejemplar. Pero necesitamos dos, tres, muchas Islandias para construir una nueva Europa con una nueva orientación anticapitalista e internacionalmente solidaria. Levantar esa bandera comienza desde los movimientos sociales y obreros europeos, desde las fuerzas de izquierda internacional, emprendiendo una campaña supranacional que, quizá podría empezar por una campaña de solidaridad con los y las trabajadoras griegas, y debería seguir por los países periféricos europeos.
Hay que empezar recordando que no son los gastos públicos del país (y mucho menos los de carácter social) lo que ha alimentado la gran deuda pública a la que ahora se enfrenta Grecia. Este país no se caracteriza por un sólido Estado del bienestar, presunto consumidor de enormes recursos públicos, y por tanto culpable de la gran deuda acumulada. El fraude y lo regresivo de su sistema fiscal (en 2010 sólo 15.000 personas griegas sobre una población de 11 millones declararon ingresar más de 100.000 euros al año), así como la importancia de la actividad económica no declarada (en torno a un tercio de la total), son los elementos claves que explican la incapacidad del Estado griego para obtener los recursos que necesita y su consiguiente necesidad de endeudarse.
Sobre lo que ya era un volumen de deuda considerable, hay que añadir el impacto sobre el nivel de endeudamiento griego de las dificultades que sufre el país para colocar su deuda en los mercados internacionales (es decir, los elevados tipos de interés que tiene que ofrecer a los compradores). Los altos intereses impiden que el pago realizado se traduzca en una reducción equivalente del principal adeudado, ya que gran parte es destinada al pago de los intereses. Recordemos que los tipos de interés que ha de pagar Grecia se incrementaron tras el descubrimiento de que el gobierno conservador, con la colaboración de Goldman Sachs, venía trucando las cuentas del país y ofreciendo datos de endeudamiento falsos. El banco estadounidense cobró 800 millones de euros por los servicios prestados.
Por último, hay que tener en cuenta que uno de los principales destinos a los que dedicaron los bancos europeos (sobre todo alemanes y franceses) los recursos públicos que recibieron en la primera fase de la crisis financiera (2007-2009) fue a prestar dinero a los países de la periferia europea que, como Grecia, lo necesitaban. En esos años, el dinero público de rescates y créditos subvencionados fue utilizado por los bancos para prestar a Grecia, Irlanda, Portugal y España, a unos tipos de interés elevados. Ese negocio, que parecía redondo, y por el que los bancos han estado obteniendo desde 2007 impresionantes beneficios, es el que ahora parece peligrar: la devolución de los créditos -tanto el principal como los altos intereses- es valorada como no absolutamente segura por las agencias de calificación en casos como ahora el griego. Hay que destacar que no es descartable que países como España, Italia, Portugal e incluso Bélgica, puedan verse arrastrados en una espiral similar. Pero si los bancos se arriesgaron es porque sabían (y no se equivocaron) que el negocio seguiría siendo redondo en cualquiera de los escenarios posibles. Ante la posibilidad de una suspensión de pagos en una economía del área euro, las instituciones europeas e incluso el FMI acudirían en su rescate. Es importante entender al rescate de quién: no de las economías endeudadas sino, como vemos, al de los bancos que se enriquecieron mediante préstamos abusivos.
Qué supondría el default griego
En realidad el gobierno de Alemania, como tantos otros, ya había asumido la imposibilidad de la devolución de la totalidad de la deuda pública griega (cumpliendo condiciones y plazos). De hecho, la visión mayoritaria entre los analistas es que un impago es inevitable dada la insostenibilidad de la deuda Griega y que la única cuestión es cómo se va a gestionar este impago dentro el marco de la actual arquitectura del euro. La propuesta alemana para este segundo rescate planteaba permitir que la mitad de la deuda, cuyos plazos de vencimiento se agotaban y no parecían poder pagarse, pudiera canjearse por bonos a largo plazo. Como contrapartida, Grecia debía asumir la elevación del tipo de interés y la imposición de un programa de austeridad que incluye un gran paquete de privatizaciones. Un rasgo clave de la propuesta era la implicación de los bancos privados, que tendrían que colaborar en esta refinanciación a Grecia.
Con esa declaración de voluntariedad los bancos privados y los gobernantes franceses y alemanes tratarían de conseguir lo siguiente:
• Dar la imagen de que hay un respaldo a la economía griega, y con ella, a una pieza integrante de la eurozona, afianzando al euro, ya demasiado en entredicho.
• La no declaración de suspensión de pagos (default) del Estado griego. De tal manera que no se activarían los Credit Default Swaps (seguros ante el impago de la deuda), mayormente en manos de grandes entidades financieras estadounidenses, y que tienen una dimensión enorme difícil de estimar, impidiendo, por el momento, una crisis financiera mundial.
• Comportaría una formidable socialización de las deudas, con lo que los bancos privados franceses y alemanes cobrarían, más lentamente pero de manera efectiva, y se traspasaría al erario público -el BCE, a través de lo que aportaría del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF)-. Los bancos se encontrarían a salvo, con un impacto aliviado, y el sacrificio lo pagarían tanto la ciudadanía europea como los y las trabajadoras griegas.
Hay que destacar que mientras que a Alemania no le parecía indispensable tener que evitar un default rating de las agencias crediticias, Francia tenía la prioridad de evitar a toda costa que eso ocurriera. Teniendo en cuenta que los bancos franceses son los principales acreedores del Estado griego, es comprensible su interés en apaciguar a las agencias y evitar el default. Sin embargo, la propuesta francesa murió por sí sola el lunes pasado, cuando S&P declaró públicamente que, de seguir por ese camino, ellos darían un rating de default a Grecia.
La calificación de default supone que todos esos bonos griegos en manos de acreedores (aseguradoras, fondos de pensiones, bancos europeos -también griegos-, el BCE, etc.), que en la actualidad están siendo valorados según su valor nominal y no según su valor de mercado, que es mucho menor, pasarían automáticamente a ser valorados a un precio incluso inferior al de mercado. Esta enorme pérdida del valor de la deuda supondría automáticamente pérdidas en el sector bancario que es, fundamentalmente, quien posee la deuda, reduciendo el ratio de solvencia (capital ratio) de las entidades y obligándolas a recapitalizarse.
Un default en Grecia ocasionaría problemas financieros importantes. Los mercados esperarían inevitablemente a que también acabe habiendo default en Portugal e Irlanda. ¿Quien le va a explicar a los irlandeses y portugueses que tienen que pagar el 100% de su deuda y los griegos no? A pesar de las declaraciones de la troika de que el compromiso de los gobiernos de Portugal e Irlanda con la implementación de sus programas de ajuste están siendo todo un éxito, la realidad es que los tipos de interés sobre su deuda pública han continuado aumentando, manteniéndose en niveles que hacen impensable concebir que estos países puedan volver a financiarse próximamente en los mercados de capital privado. Un default en uno o más países de la zona euro significaría el fracaso de la disciplina impuesta por el Pacto del Euro. ¿A quién van a convencer de que hay que ajustarse al Pacto de Estabilidad cuando a otros que no lo hicieron les permitieron suspender pagos?
El verdadero problema: una UE al servicio de los acreedores
La explosión de la crisis de la deuda griega, la situación de permanente chantaje mediante la cual los mercados financieros mantienen a Estados como España, Italia o Portugal al borde del abismo financiero, así como la enorme debilidad institucional que está demostrando la UE a la hora de gestionar situaciones de crisis, explicita la verdadera naturaleza del proyecto europeo. Una UE diseñada para beneficiar al capital, sobre todo financiero, e incapaz de cohesionar la región a partir de bases económicas y sociales convergentes. Un euro muy eficaz para imponer la disciplina fiscal y el ajuste salarial pero que ignora las importantes diferencias económicas entre las regiones europeas, por lo que es inválido para lograr cierta homogeneidad (ni siquiera financiera) entre los países de la Unión. Unas instituciones competentes para despojar a los Estados de su capacidad de intervenir sobre aspectos de política económica fundamentales, pero que tampoco diseña políticas económicas coordinadas y eficaces a escala europea.
Una UE como la que conocemos, constreñida por el Pacto del Euro y al servicio de los intereses de los bancos, no va a permitir que los países europeos salgan de la crisis. Ni Grecia ni el Estado español podrán hacerlo si se insiste en seguir aplicando las mismas medidas. En primer lugar, porque los países del euro ya no tienen capacidad para devaluar sus monedas, lo cual les facilitaría vender de forma más ventajosa sus productos en el extranjero y de esta forma contribuir a la reactivación de la actividad económica y el empleo. Sobre este aspecto, es interesante analizar las distintas trayectorias de países como Suecia y Noruega (que han utilizado la devaluación) frente a Finlandia (que no ha podido hacerlo).
En segundo lugar, los acuerdos de la UE impiden operar una política fiscal expansiva (incremento potente del gasto público) que tan necesaria sería en esta situación. Los objetivos institucionalmente comprometidos de déficit y deuda pública, en un contexto de consenso generalizado sobre los recortes de impuestos, suponen un corsé muy severo para la realización de gastos públicos. Así, a pesar de la urgencia de una fuerte intervención estatal al servicio de la creación de empleo y la transformación del modelo productivo con criterios de utilidad social y sostenibilidad ambiental, el “remedio” que nos llega de las instituciones europeas son recortes sistemáticos del gasto público.
Por último, tanto los bancos centrales de los países de la Unión como el BCE carecen de potestad para incidir de forma efectiva sobre la emisión de dinero y su precio (los tipos de interés). Ahora sería necesaria la aplicación de una política monetaria, con un BCE que asumiera sus responsabilidades para con la ciudadanía y que dejara de actuar como representante de los acreedores (bancos y otros agentes que poseen deuda). Cuando los Estados lo necesitan, como ahora el griego, el BCE debería comprar su deuda pública, en vez de financiar a los bancos privados para que lo hagan a un coste mucho mayor (tipos de interés más altos) y enriqueciéndose con la operación. Lo que un banco central responsable debe garantizar no es la alta rentabilidad de los activos financieros (como la deuda pública), sino el establecimiento de condiciones monetarias y financieras que colaboren en la reactivación de la actividad económica y la generación de empleo. Y ambos objetivos, particularmente en coyunturas como la actual, son incompatibles.
Hacia una Europa social y democrática
La Unión Europea, con sus planes de rescate, con el Pacto del Euro como esquema general, conduce a la propia zona euro al abismo. Con su política de austeridad encierra en una espiral depresiva sobre todo a aquellos países periféricos a los que se les exige unas condiciones draconianas. Si ahora es Grecia la pieza más frágil, pronto seguirán otros países cada vez más exhaustos por las condiciones regresivas de esta Europa.
Pero no podemos olvidar que existe la posibilidad de desarrollar políticas europeas solidarias, fundadas en un régimen fiscal armonizado, progresivo y directo y un presupuesto público muy superior al actual (que no supera el 0,7% del PIB); un modelo laboral y de derechos sociales convergente al alza; un sistema de compensación y solidaridad social e interterritorial que contrarreste la desigualdad capitalista que le acompaña; así como un plan de inversión y cooperación internacional reactivador, social y ecológicamente avanzado y sostenible. La Unión Europea apuesta por un modelo de concentración de privilegios y beneficios para la gran banca y las grandes corporaciones industriales y energéticas, sacrificando a los y las trabajadoras, y destruyendo una parte del tejido productivo menos rentable. Pero esa no es la única opción existente.
Es preciso luchar por Otra Europa, con un esquema de políticas redistributivas, solidarias e integradoras que hagan pagar a los capitalistas su crisis. Es necesario luchar por un modelo de Europa en el que los financieros no puedan seguir chantajeando a gobiernos y parlamentos y empleando como títeres a las instituciones europeas para presionar a los Estados miembros.
Un primer paso: por una Auditoría Ciudadana de las Deudas
Pero mientras ese puede ser un proyecto por el que luchar, ante el giro a la derecha en Europa y el secuestro antidemocrático de las instituciones europeas por las oligarquías financieras, es conveniente encontrar un espacio para abrir brecha a favor de políticas progresistas y rupturistas.
Una primera campaña debiera ser el desarrollo de una Auditoría Ciudadana de las Deudas en la que se aclarase quiénes son los acreedores, el peso de la deuda pública y privada, cómo se contrajo esa deuda, sus condiciones de pago y plazos, la legitimidad de la misma, así como los usos de esta financiación. Esa campaña perseguiría la transparencia en las cuentas y dimensionaría la situación abordando la principal losa que ahora atenaza a la economía y la sociedad: el brutal endeudamiento general, especialmente privado. Ese ejercicio pedagógico permitiría a la mayoría social entender no sólo el por qué de este obstáculo, sino también arrojaría luz sobre las posibles soluciones.
Se observaría cómo se escogió promocionar el endeudamiento del sector público frente a la opción de financiarse con una fiscalidad justa sobre las rentas del capital. Veríamos entonces que gran parte de los acreedores han actuado con un sin fin de privilegios y ventajas. Se vería como esta política monetaria, especialmente desfavorable para los países periféricos, abocó a una política financiera, en un contexto de regulación flexibilizadora políticamente dirigido, totalmente laxa e irresponsable. Una política financiera concebida para estimular la demanda interna promoviendo el endeudamiento de los particulares y no redistribuyendo la riqueza aumentando los salarios y reforzando los servicios y la inversión públicos. En fin, una política regresiva que concedía préstamos y créditos con garantías y avales que hacían recaer todo el riesgo de las operaciones en los endeudados.
Es prioritario exigir una fuerte quita sobre las deudas. Primero la deuda pública contraída o empleada ilegítimamente. A continuación, una fuerte regulación sobre la deuda privada para establecer ponderadamente el sacrificio para responder a dichas situaciones. En este capítulo entrará una regulación sobre las deudas entre el sector público y el privado o viceversa, o entre empresas. Pero también en el capítulo hipotecario, no sólo con la reclamación de la dación en pago, sino también mediante una regulación fiscal fuerte sobre las viviendas vacías y en desuso, una expropiación de las no debidamente mantenidas o adaptadas ecológicamente a un modelo urbano sostenible, o la constitución de un parque público de alquiler, y la regulación de un derecho universal al usufructo de un lugar de residencia en régimen de alquiler socialmente asumible en base a una proporción de los ingresos personales y un mínimo exento.
¿Otra UE es posible?
La UE tal y como la conocemos, institucionalizada mediante la moneda única y el Pacto del Euro, multiplica los efectos de los fundamentos económicos que han llevado a la crisis e impiden una gestión eficaz y socialmente justa de la misma. Son estos últimos los que deben alterarse profundamente en una orientación radicalmente distinta. No es en sí mismo el Euro el que causa la crisis, sino su vehículo. No se trata de salirse, pero tampoco conviene estar a toda costa dentro de su marco.. Es necesario construir Otra Europa. Este proyecto alternativo debiera ser emprendido de manera internacionalista, con cuantos más miembros mejor. No es la opción de permanecer o salirse del euro la primera pregunta a contestar. Hay numerosos países que están fuera de la eurozona, pero dentro de la UE, y también padecen las mismas circunstancias depresivas. El recurso a la política monetaria y fiscal, así como la posibilidad de devaluar (posibilidades con las que contaría un país que se saliera del euro), no impediría un empobrecimiento severo de la población que, para un solo país, sería francamente adverso. Además, también sería necesario desarrollar una política de control de capitales, atajar la evasión de los mismos y establecer medidas proteccionistas transitorias. Pero medidas de este tipo sólo serán socialmente sostenibles si se aplican simultáneamente en varios países, capaces en su conjunto de resistir los embates del aislamiento financiero y comercial, y con una envergadura mínima para iniciar un desarrollo endógeno que, para ser viable y justo, debe ser redistributivo y contar una participación ciudadana radicalmente democrática en su diseño.
Islandia nos ha mostrado un paso ejemplar. Pero necesitamos dos, tres, muchas Islandias para construir una nueva Europa con una nueva orientación anticapitalista e internacionalmente solidaria. Levantar esa bandera comienza desde los movimientos sociales y obreros europeos, desde las fuerzas de izquierda internacional, emprendiendo una campaña supranacional que, quizá podría empezar por una campaña de solidaridad con los y las trabajadoras griegas, y debería seguir por los países periféricos europeos.
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