sábado, 14 de noviembre de 2009
HIROSHIMA MON AMOUR
Obama y la bomba
por César Hildebrandt (*)
Al señor Barack Obama lo invitaron a visitar Hiroshima y Nagasaki.
Dado que estaba en Japón, de camino a Singapur, sonaba lógico que el Premio Nobel de la Paz 2009 acudiera a las ciudades que Truman ordenó disolver en sendos holocaustos. Era una buena ocasión para hablar de los nuevos tiempos y de las llamadas “injerencias benévolas”.
Pues bien. Resulta que el señor Obama rechazó la invitación que le hiciera el primer ministro Yukio Hatoyama.
-“Iré a Hiroshima quizá después” –dijo el presidente de los Estados Unidos.
Yo he estado en el Museo de la Paz de Hiroshima y jamás podré olvidar lo que allí vi.
Cuando la bomba estalló aquel 6 de agosto de 1945 lo hizo a unos 700 metros sobre del suelo.
Eran las 8 y 15 de la mañana. La era del terror nuclear había empezado.
Hiroshima no era un blanco militar. Había sido escogida porque las colinas que la rodean encerrarían la explosión haciéndola mucho más devastadora.
El ruido inaudito –una trepidación colosal seguida de una reverberancia- se pudo escuchar a 60 kilómetros. Hubo un resplandor enceguecedor y, de inmediato, una silueta de gelatina hirviendo –el hongo atómico, de dos kilómetros de ancho- se irguió varios cientos de metros.
La temperatura alrededor de los primeros 1,600 metros, contados desde el centro de la explosión, llegó en instantes a un millón de grados. Todo lo humano se evaporó. Los incendios brotaron como si salieran debajo de la tierra.
Un mendigo sentado en las escalinatas del Banco de Hiroshima se convirtió en un dibujo de grasa que ocupó tres peldaños. Ese trozo de escalinata de mármol está en el museo. Se muestra bajo un título que dice “Shadow on de stone” (la sombra sobre la piedra). Es el homenaje que la muerte le hizo al arte aleatorio. Estoy seguro de que mucho del expresionismo abstracto viene de allí.
A doce kilómetros a la redonda, desde el centro de la bomba, todo se destruyó. Y lo que agonizaba o latía o se mantenía en pie fue fulminado de inmediato por un huracán de fuego radiactivo.
Ochenta mil japoneses –el 95 por ciento de ellos población civil, un tercio de la población de Hiroshima- murieron en los primeros treinta segundos de la explosión –que equivalió, como energía, a veinte mil toneladas de dinamita- .
Otros miles morirían a lo largo de los meses y los años venideros a consecuencia de las quemaduras y el incremento brutal del cáncer, especialmente la leucemia.
Las estadísticas hospitalarias que se muestran en la enorme edificación destinada a recordar los horrores de la bomba son conmovedoras: la curva del cáncer infantil de los diez años siguientes a la hecatombe se eleva como un cuervo negro sobre las barras de los años.
En aquel museo uno puede ver lo que puede hacer una bomba atómica: pieles colgando, un caballo que encaneció en unos segundos por la radiación gamma, una caja fuerte de acero estrujada por la onda de choque como si hubiera sido de papel, tenedores convertidos en tirabuzón.
Y por donde uno mire, fotos de gente a medio quemar vagando entre escombros. Esos eran lo que un sobreviviente describió con precisión: “los heridos envidiaban a los muertos”.
Cuando el espanto parecía haber terminado, media hora después de la detonación, empezó a caer del cielo una lluvia sucia de hollín y de partículas, una lluvia de uranio y polvo que terminó de contaminarlo todo.
“Les hemos devuelto el golpe (de Pearl Harbor) multiplicado”, dijo el presidente Truman.
En seguida amenazó con una segunda bomba, “una lluvia de ruina como nunca se ha visto sobre la tierra”. Truman era un hombre de honor y cumplió.
Se entenderá ahora mejor la reticencia de Obama.
Pero no se crea que es sólo el pasado. El presente también le exige discreción sobre el tema nuclear al presidente de los Estados Unidos.
Porque Estados Unidos avala la sombría política de Israel, el único país del medio oriente que tiene entre cien y doscientas bombas atómicas clandestinas y listas para armarse.
Resulta que hace pocas semanas la Agencia Internacional de Energía Atómica le solicitó a Israel unirse al Tratado de No Proliferación Nuclear y permitir que técnicos de la agencia inspeccionen sus vastas instalaciones.Israel no contestó. Estados Unidos hizo todo lo posible para evitar la exhortación y le aseguró a Israel que seguía contando con su apoyo.Los países con arsenal nuclear que no han firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear son Israel, India y Pakistán, todos aliados de los Estados Unidos.
Y aunque la Casa Blanca y Tel Aviv pagan millones a sus agentes para hacernos creer que Irán es el problema, lo cierto es que India y Pakistán han estado a punto de pulverizarse y que Israel tiene listo el plan de ataque en contra de Irán.
Para eso acaba de recibir de los Estados Unidos lo último en devastación subterránea: bombas de trece toneladas que se lanzan desde bombarderos Stealth B-2 y B-52 y que pueden romper todos los blindajes de concreto conocidos hasta hoy.
Y si eso no bastara, pues siempre queda el arma atómica, que Estados Unidos no dudaría en justificar.La verdad es que es bueno que Obama no haya ido al Museo de la Paz de Hiroshima.
Lo habría contaminado de mendacidad.
(*) Diario La Primera
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